La analítica de la gubernamentalidad - Historia de la gubernamentalidad I. Razón de Estado, liberalismo y neoliberalismo en Michel Foucault - Libros y Revistas - VLEX 857304071

La analítica de la gubernamentalidad

AutorSantiago Castro-Gómez
Cargo del AutorDoctor en letras por la Johann Wolfgang Goethe-Universität de Frankfurt, Magíster en filosofía por la Universidad de Tübingen (Alemania)
Páginas19-54
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CAPÍTULO I
LA ANALÍTICA DE LA GUBERNAMENTALIDAD
MÁS ALLÁ DEL MODELO BÉLICO
En una entrevista concedida a Claire Parnet en el año 1986, Gilles
Deleuze habla de una profunda “crisis” teórica, política y espi-
ritual por la que atravesó Foucault después de la publicación de
La voluntad de saber, en 1976 (2006a: 135-136). Deleuze dice que
se trató de un “desaliento lentamente fraguado” que tuvo varios
componentes. Por un lado estaba la desilusión política por la re-
volución iraní, en la que Foucault había puesto inicialmente su
esperanza, pues la veía como un movimiento popular no marcado
por la lucha de clases que, además de acabar con la tiranía del Sha,
introduciría una “dimensión espiritual” en la política que había
sido completamente olvidada en Occidente.1 Recordemos que
1 Antes de viajar a Irán, Foucault leyó los trabajos del islamista francés Henri
Corbin y además conocía los escritos del sociólogo de la religión Alí Shariati,
gran amigo de Franz Fanon, quien estaba convencido de que la “espiritualidad
islámica” constituía un antídoto eficaz contra la perniciosa influencia del mar-
xismo occidental en Irán (véase Leezenberg, 1998; Khatami, 2003). Tanto Cor-
bin como Shariati hablan de una perfecta integración entre ética y política en
la filosofía islámica, una especie de “espiritualidad política” que, en opinión de
Foucault, también existió en Occidente pero se perdió desde el siglo XVI. Este
tema fue abordado inicialmente por Foucault en su conferencia de 1978 “La
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en otoño de 1978 Foucault había sido invitado por el periódico
italiano Corriere della Sera para viajar dos veces a Irán y cubrir los
eventos políticos que conducirían finalmente al derrocamiento de
la monarquía y al regreso de Khomeini en febrero de 1979. Sin
embargo, una vez ocurrido esto, la revolución mostró su rostro
más oscuro: proliferaron las ejecuciones sumarias y los juicios re-
volucionarios a los opositores políticos. El régimen doctrinario
de los clérigos islamistas terminó siendo más cruel que el apara-
to corrupto y policial que le había precedido. El entusiasmo de
Foucault fue interpretado por la intelectualidad francesa como
un fatal error teórico y político.2 Además del patético “orientalis-
mo” y eurocentrismo de sus reportajes, criticado en su momento
por el islamista argelino Mohammed Arkoun,3 se le reprochó que
su analítica del poder estaba irremediablemente atrapada en el
dualismo dominación-resistencia, lo cual lo hacía ciego frente a
los objetivos y medios con que se llevan a cabo las luchas de libe-
ración. ¿Acaso toda resistencia popular es plausible, sin impor-
tar su grado de violencia, tan sólo por enfrentar la dominación?4
filosofía analítica de la política” (1999b: 116) y posteriormente lo desarrolló en
sus estudios sobre la gubernamentalidad en la Grecia clásica y el mundo gre-
corromano. Para un recuento de las visitas de Foucault a Irán y sus reportajes
(véase Eribon, 1992: 347-360).
2 Los artículos de Foucault fueron reproducidos también por el periódico fran-
cés Le Nouvel Observateur en mayo de 1979. Entre los críticos más ásperos de
Foucault estaba el filósofo Bernard-Henri Lévy.
3 Arkoun dice que Foucault se encuentra atrapado en la tradición occidental de
pensamiento y no es capaz de comprender “nada” sobre el islamismo, a pesar
de tener tantos emigrantes musulmanes en Francia. Sus artículos sobre la revo-
lución iraní tan sólo contienen “estupideces” y lo mejor es que se hubiera que-
dado callado (citado por Leezenberg, 1998).
4 Foucault responde a estas críticas y se muestra también autocrítico en su ca-
tártico artículo de mayo de 1979 titulado “¿Es inútil sublevarse?” (Foucault,
1999h). Allí afirma que no es aceptable cualquier estrategia de lucha porque no
es aceptable cualquier estratega: “Si se me pregunta cómo concibo lo que hago,
respondería: si el estratega es el hombre que dice: qué me importa tal muerte,
tal grito, tal sublevación con relación a la gran necesidad del conjunto […], pues
entonces me es indiferente que el estratega sea un político, un historiador, un
revolucionario, un partidario del sha, del ayatolá. Mi moral teórica es inversa”
(206-207).
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Por otro lado estaba su creciente inconformidad con el tra-
bajo en la academia francesa. Sus cursos en el Collège de France
le abrumaban cada vez más. Aunque sus condiciones de trabajo
parecían ideales (sólo estaba obligado a dictar 26 horas de cáte-
dra por año), todas las clases debían ser públicas, es decir que no
había control institucional con respecto al número de personas
que podían asistir a sus lecciones de los miércoles. Por ello el
salón estaba casi siempre repleto, y con frecuencia debían acon-
dicionarse nuevas salas para albergar a la multitud. Pero aun ro-
deado de tanta gente, Foucault solía sentirse solo en el aula de
clase, alejado de sus oyentes, a quienes no les estaba permitido
hacer preguntas. No había efecto de retorno con sus estudiantes
y todo transcurría como si fuese un ritual. En lugar de una discu-
sión real, su escritorio estaba siempre lleno de caseteras, que por
aquella época habían empezado a popularizarse, lo cual moles-
taba el transcurrir de la clase.5 En una ocasión, al comienzo de
su curso Defender la sociedad, Foucault quiso reducir el número
de oyentes recurriendo a una estratagema: cambiar el horario de
clase de las 17:45 de la tarde a las 9:30 de la mañana. Por ello las
primeras palabras de ese curso fueron las siguientes:
Ustedes saben qué pasó en el curso los años anteriores: debido a
una especie de inflación cuyas razones cuesta entender, habíamos
llegado, creo, a una situación que estaba más o menos bloqueada.
Ustedes estaban obligados a llegar a las cuatro y media y yo me
encontraba frente a un auditorio compuesto por gente con la que
no tenía, en sentido estricto, ningún contacto, porque una parte,
por no decir la mitad del público, tenía que instalarse en otra sala,
escuchar por un altoparlante lo que yo decía. La cosa no era ya ni
siquiera un espectáculo, porque no nos veíamos. Pero estaba blo-
queada por otra razón. Es que para mí —lo digo así no más— el
hecho de tener que hacer todos los miércoles en la tarde esta espe-
5 Durante la clase del 18 de enero de 1978, Foucault tuvo que interrumpir mo-
mentáneamente la sesión para decir lo siguiente: “No estoy en contra de ningún
aparato, pero no sé —discúlpenme por decirles esto—, les tengo un poco de
alergia” (Foucault, 2006c: 46).

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