Beligerancia en la Europa del siglo XIX - El reconocimiento de la beligerancia. Dos siglos de humanización y salida negociada en conflictos armados - Libros y Revistas - VLEX 850197208

Beligerancia en la Europa del siglo XIX

AutorVíctor Guerrero Apráez
Páginas77-104
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Beligerancia en la Europa
del siglo 
Levantamientos nacionalistas en la Europa central
Si el levantamiento de los patriotas griegos contra la dominación turca pu-
do ser visto por los “ojos de Occidente” con la lentilla del romanticismo y la
exaltación liberal en la segu nda década del siglo XIX, en contraposición su-
ya, las sucesivas y múltiples insurrecciones en Polonia, Hungría y los reinos
italianos contra el opresivo yugo de los imperios ruso y austrohúngaro, algo
menos de diez años después, fueron observadas bajo el prisma de un realis-
mo estricto y una conservadora preservación de los propios intereses nacio-
nales. Los poderes monárquicos europeos habían asumido para entonces la
decidida corriente de la restauración, que rápidamente encontraría en los
levantamientos de las minorías nacionales y las pulsiones revolucionarias el
enemigo por antonomasia y la amenaza del orden dispuesto en el Congreso
de Viena de 1815, que mediante la instauración de la Santa Alianza i ntentó
conjurar la repetición del jacobinismo francés y la pesadil la de los desórdenes
napoleónicos. En tales condiciones, la simpatía y apasionamiento que propició
el amplio interés intelectual por los revolucionarios griegos —en cuyas las
militaron tanto Lord Byron como el propio Francis Lieber—, anticipando en
cierta medida el entusiasmo de los apoyos suramericanos en favor de los revo-
lucionarios cubanos y el de las Brigadas Internaciona les que acudirían desde
todas partes en auxi lio de la república española un siglo después, y además
acarrearía consigo el reconocimiento político del movimiento griego como
beligerante internacional, tal espíritu de exa ltación libertario ya no contaba
con las condiciones que permitieran su reedición en esta oportunidad.
En este ostensible tratamiento desigual de dos levantam ientos populares
armados en tan estrecha proximidad temporal, sin duda jugó un papel no
desdeñable la condición geopolítica de los imperios en el interior de los cuales
estos se produjeron. Mientras el Imperio otomano fue siempre una entidad
claramente extraeuropea, sec ularmente considerada como enemigo mortal
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El reconocimiento de la b eligerancia
del orden continental, cuyas huestes habían amenazado durante centurias
las mismas capitales de la Mittel Europa y puesto sitio a la propia Viena —el
epicentro del orden restaurado—, Rusia no podía ser considerada sino como
la guardiana de la tercera Roma y una potencia, si bien inquietante, no por
ello menos conocida y con estrechos lazos familiares y consanguíneos con
las otras monarquías, además de su condición de fundadora del entonces
vigente statu quo europeo. Entre el emperador Nicolás, que había sucedido
a su padre Alejandro —el reciente aliado de Wellington para la derrota de
Napoleón—, y el Pasha de Estambul, que continuaba manteniendo en condi-
ciones oprobiosas a los cristianos armenios y drusos, los ortodoxos georgianos
y otros pueblos, mediaba un abismo cuya hondura sería determinante para
la adopción de una postura claramente desfavorable en relación con Turquía
y, a su vez, para una línea de conducta internacional claramente favorable
respecto de Moscú.
Si bien ambas insurrecciones dirieron en la dimensión y decurso es-
tratégico y táctico que sus acciones produjeron, era incuestionable que ambas
combatían el despotismo y el autoritarismo, pero mientras los griegos podían
inscribirse en una lucha de larga tradición cuyos términos no habían sido
modicados por los acontecimientos revolucionarios en Francia, la situación
de los polacos, cuya independencia se suprimiera desde 1795, había empeo-
rado bajo la repartición de que fuera objeto entre Rusia, Austria y Prusia,
los tres países sobre los que se construyó el orden posnapoleónico. En tales
circunstancias, la creciente oposición de los nobles e intelectuales polacos a
las duras condiciones impuestas por la política de rusicación, que el nuevo
emperador adelantaba con particu lar brío, terminaron con el estall ido de la
revolución el 28 de noviembre de 1830 y su prolongación durante casi un año
hasta la fecha de su aplastamiento, en septiembre del año siguiente, fue objeto
de un tratamiento internacional donde la postura de los Estados europeos
se escindió por completo de la adoptada por su propia intelligentsia. Natu-
ralmente, el primer interesado en evitar cua lquier tipo de intromisión en el
aplastamiento de la revuelta era el propio zar Nicolás que, para ello, contaba
con el inmejorable recurso de su estrecha alianz a con los dos imperios que
contaban con poblaciones polacas en sus respectivos territorios —la Galicia
polaca en manos austriaca y la Silesia en poder prusiano—, cuya situación
los convertía en naturales oponentes de cualquier limitación en contra de
la absoluta libertad para aplastar el levanta miento y en potenciales víctimas
de un eventual tratamiento recíproco en el caso de probables revueltas en
tales territorios.

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