De la Conquista a la Independencia - Los herederos del pasado. Indígenas y pensamiento criollo en Colombia y Venezuela. Volumen I - Libros y Revistas - VLEX 874373677

De la Conquista a la Independencia

AutorCarl Henrik Langebaek Rueda
Páginas31-159
31
DE LA CONQUISTA
A LA INDEPENDENCIA
El modelo venerable y América
Se arma con frecuencia que no hay acontecimiento más sorprendente en la historia
que la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, que jamás ha existido la posibilidad de
encuentro más desigual, c uando culturas completamente diferentes entraron en contacto
y se dio inicio a un proceso de nuevas relaciones de poder y explotación completamente
inédito (Crosby, ; Todorov, ; Bray, ). Pero ¿qué explica la magnitud del evento?
Ciertamente, no la crueldad de los españoles, puesto que su comportamiento podr ía com-
pararse fácilmente con la brutal expansión del imperio chino en Asia, o del islam en el
África inel . Además, los aztecas y los incas difícilmente se pueden presentar como soc ie-
dades pacícas reconocidas por el buen t rato a sus vecinos. Tampoco se puede explicar a
partir de la incomprensión del indígena por par te del conquistador: no hay mejor ejemplo
de la incapacidad de dar crédito a la diferencia que el del propio Moctezuma (Todorov,
). Lo que hace del descubrimiento del Nuevo Mundo algo tan especial es que sus
consecuencias se viven hoy como ninguna otra experiencia anterior, como resultado de
la “constitución colonial de los saberes, de los lenguajes, de la memoria y de l imaginario”
que originó (Lander, :). En otras palabras, el hecho de que más de quinientos años
después hay quienes se sienten, con o sin razón, herederos de las fortu nas que se jugaron
en . A partir de la colonización europea, cada generación de europeos y americanos
entiende el Descubrimiento y la Conquista como un asunto vigente y los interpreta y
reinterpreta a partir de sus angustias y deseos. Con la presencia española en el Nuevo
Mundo se iniciaron batallas que nunca terminan y que siempre vuelven a empezar. Los
criollos, por supuesto, se imaginan a sí mismos como “víctimas” de la conquista, intere-
sadas en avivar el tema recu rrentemente. Tanto que hace poco un amante presidente de
México, Andrés Manuel Lópe z Obrador, nieto de español, y bastante más blanco que la
mayor parte de sus compatriotas, se sintió con todo derecho a pedi rle a España disculpas
por los crímenes de la conquista.
Naturalmente, para comenzar el viaje que el indulgente lector ha iniciado no hay
otro lugar posible que la mentalidad del europeo. No hay otra forma de comenza r, puesto
que fue a partir de ella que el conquistador, y el europeo en general, dio vuelo a su ima-
ginación con respecto a quienes poblaban el Nuevo Mundo. Para el habitante del Viejo
Mundo, en efecto,  impulsó un complejo proceso de construcción de la imagen del
Nuevo y sus habitantes que únicamente podía par tir de plantillas denidas de a ntemano,
aunque ellas tuv ieran que acomodarse a las nuevas experiencias, a los “ descubrimientos”.
Pese a que experiencia y visión de mundo son inseparables, en un comienzo del proceso
la visión europea del indio se basó más en la segunda que en la primera. América no era
lo sucientemente novedosa como para que las primeras impresiones de los españoles
pudieran evitar imágenes preconcebidas del mundo. No había elementos para juzgar las
tierras recién descubierta s en algo que remotamente se basara en la propia realidad ame-
ricana. Las herramientas a la mano habían sido dadas por la historia del Viejo Mundo.
LOS HEREDEROS DEL PASADO. Indígenas y pensamiento criollo en Colombia y Venezuela
32
A nes del siglo , el conocimiento sobre la natu raleza y los hombres estaba profun-
damente marcado por la doctrina c ristiana, por tradiciones aún más antig uas y —de forma
creciente— por la lectura que se hacía de la Antigüedad clásica. Si la modernidad que se
anunció con el Renacimiento y el propio descubrimiento de América impulsaron a Occi-
dente a interesarse eventualmente por las cu lturas americanas del pasado, el modelo vene rable
medieval constituyó, por un buen tiempo, el marco de referencia obligado para hacerlo: la
matriz a part ir de la cual fue necesario juzga r la experiencia del encuentro y de la diferencia.
Ahora bien, en la Europa de Colón, el mundo no se conocía en términos de cone-
xiones causales; se le entendía más bien como un entramado de símbolos, o relaciones
alegóricas, el cual se expresaba en manifestaciones o signos del ens creatum latino, o del
cosmon griego, la creac ión divina llena de perfección y hermosura. Conocer era lo mismo
que encontrar sentidos y nalidades, crear sistemas de clasic ación basados en similit u-
des y misticismo. Se trataba de devela r la trama simbólica y las propiedades de las cosas.
El esaurus articiosae memor iae, escrito por Cosma Roselli en , establecía entre los
criterios para la asociación de imágenes los siguientes: la homonimia (el perro, por la
constelación del can), el signo (el rastro del lobo por el lobo), la semejanza de nombre,
los signos del zodíaco, las características comunes (los cuer vos y los etíopes) (Eco, ).
Estas relaciones no eran gratu itas: ocultaban una relación secreta, un vínc ulo que llevaba
a la sobrestimación de las coincidencias. Se trataba, en n, de una red semántica en la
cual las simi litudes se apoyaban unas en otras y a cada cosa le correspondía s u espejo. Lo
maravil loso —opuesto a lo fantástico— y lo monstruoso no eran negación de la realidad
conocida, sino que formaban parte de el la; eran su conrmación. En la medida en que el
modelo venerable se basaba en el simbolismo, era necesar io representar las cosas de modo
abstracto pero al mismo tiempo familiar. De hecho, el cuerpo humano era, además de
una metáfora sobre la organizac ión del mundo, la unidad a par tir de la cual se dimensio-
naba el universo. Las dista ncias, las velocidades o las temperaturas se p odían describir sin
ayuda de escalas nu méricas. El universo era cuestión de cualidades, de v irtudes, milagros
y testimonios, no de cantidades. Cuando se espec ulaba sobre su tamaño, por ejemplo, se
acudía a términos familiares para el caminante. Así mismo, el tiempo se percibía como
algo formidable, pero no al ex tremo de retar el sentido común o las Sagradas Escritu ras.
Por ejemplo, la edad de la Tierra se podía estimar en términos de unos cientos de años,
o, a lo más, de unos pocos miles.
Con el cristianismo predominó un sentido consecutivo del espacio y del tiempo.
En las Sagradas Escrituras, la cronología lineal es el eje de la narración, aunque existan
alegorías circulares, referencias a ciclos solares e hidrológicos, que se usan para demos-
trar lo invariable de la naturaleza. Pero, en general, predomina lo opuesto; de hecho, el
tiempo bíblico se mueve en lapsos separados por e ventos muy concretos que enfatizan su
carácter providencial: Dios cre ó el mundo en un momento especíco y lo hiz o tomándose
un número de días denido, la Creación y el Apoca lipsis fueron mojones entre los cuales
se podían identicar ot ros hitos: el diluvio, o la entrega de mandamientos a Moisés, solo
para mencionar dos de los más usados; para algunos resultaba evidente la existencia de
un número jo de edades, en total siete. Esta noción de tiempo tenía una justicación
teológica y, por supuesto, política. Para el hombre medieval, la historia era moralmente
útil porque trataba de modelar su vida a la luz del evangelio y porque, además, e xempli
gratia, servía para evitar errores. A los paganos de Europa se les aseguraba que la ver-
dadera fe era mucho más antigua que sus creencias. En efecto, el cristianismo dividía la
historia en hitos y, además, asignaba a cada época un contenido invariablemente incon-
mensurable respecto a todos los demás: la salvación era imposible para quienes hubieran
vivido antes de Cristo; las personas de las primeras eras vivían mucho más y eran más
corpulentas. Lo anterior se basaba en una idea re volucionaria, la posibilidad de un pasado
que quedaba “atrás” y de un futu ro que se venía por “delante”. Naturalmente no se trataba
De la Conquista a la Independencia
33
de una lectura evolucionista del pasado, puesto que, en el mundo natural, las especies,
sin que se desarrollara ese concepto como tal, eran eternamente jas y, por lo tanto, las
relaciones entre ellas eran igualmente inmutables. En ese contexto, la extinción de una
especie equivalía a abrir un hueco en la obra del Creador y, por lo tanto, los animales
que se habían salvado del di luvio deberían corresponder a las especies conocidas; de otra
forma habría que reconocer, o bien la imperfección de los textos sagrados, o bien la s fallas
de la naturaleza misma. Cualquiera de las dos cosas resultaba inimaginable. Había una
idea de pasado, no de historia.
Dados los antecedentes clásicos y cristianos, la Europa del siglo  admitía cierto
pensamiento genealógico —en oposición al evolutivo (Meek, )—, en el cual unas
cosas podían surgir de otras. Por supuesto, hay que reconocer que en el modelo venera-
ble el tiempo lineal no se deslindaba de la noción de predestinación y, en muchos casos,
de la idea de declive o caída en desgracia a los ojos de Dios. Dado que no se trataba de
interpretar los eventos como una cadena de acontecimientos causales, estos se tomaban
a modo de un devenir congurado de las cosas del espíritu. Una consecuencia que ten-
dría alcances inesperados de esta noción del pasado es que se aceptaba la idea de que en
alguna época posterior a Adán y Eva los humanos habían vivido como bestias; es más,
también se reconocía que los hitos que demarcaban cada época ta mbién separaban perío-
dos peculiare s. Típicamente, una periodización contemplaba el tiempo transcurrido entre
la creación y la encarnación de Cristo, entre esta y el presente, o entre la creación y los
diez mandamientos. Escalas más sosticadas, como la desarrollada por san Agustín, se
referían a hitos como la creación, al diluv io, la vida de Abraham, o de David, al cautiver io
de Judá y al nacimiento del Mesías. Cada una de las particiones estaba profundamente
cargada de símbolos, que daban al pasado remoto un sentido caduco.
Pero había más. Europa también había diseñado estrategias para dar cuenta de las
diferencias entre los humanos. Esas estrategias, por supuesto, no se anclaban en disci-
plina alguna, en la medida en que no existía a lejamiento tajante entre ciencia y magia, o
entre ciencia, magia y religión: cada una de ellas podía agregar indicios para conocer la
totalidad. Pero, además, dichas pistas no provenían ú nicamente de la rutina: el producto
de la experiencia no se pod ía separar de lo que no se pudiera experimentar. De al lí que la
fe —y el principio de autoridad que ella implica— cumpliera un papel tan o más impor-
tante que el contacto sensible con un mundo externo. Lo sensible tenía, por supuesto, un
lugar: como la naturaleza misma, la geografía era cualitativa y también, al igual que el
tiempo, se dimensionaba en términos familiares y a la vez mágicos. De hecho, se había
generado una manera de ver el mundo presidida por astros t utelares: la Luna, planeta que
daba vueltas alrededor de la Tierra mucho más rápidamente que cualquier otro, regía a
Europa; así mismo, los puntos cardinale s tenían un poderoso contenido simbólico: el sur
representaba el calor; el oriente, el Edén. Y, desde luego, las cualidades de las diferen-
tes partes del mundo tenían implicaciones sobre sus habitantes. Los pensadores árabes
consideraron su medio como ideal para el desarrollo del hombre y no tuvieron reparo
en considerar inferiores a quienes vivieran fuera de él. Isidoro de Sevilla, en el año ,
había defendido que, de acuerdo con la diversidad ambiental, variaban el aspecto y el
carácter de los hombres; así, “según la diversidad de los climas, así son los rostros de los
hombres, sus colores, el tamaño de sus cuerpos y la variedad de sus sentimientos”: los
romanos eran dignos; los griegos, inestables; los africanos, ingeniosos, y los galos, eros
(Sevilla, : ).
¿Pero cuál era la idea que se tenía de la Tierra? En cierto momento se preguntó si
solo una porción de la Tierra era apta para el hombre, idea que provenía de Parménides
pero que había sido desarrollada por A ristóteles. Se basaba en la división de la Tierra de
acuerdo con las cinco zonas del cielo: una tropical, dos templadas y dos polares, con la
suposición de que únicamente la zona templada del hemisferio norte era habitable. Por

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR