La interpretación constitucional en el sistema jurídico Mexicano - Núm. 156, Julio 2013 - Estudios de Derecho - Libros y Revistas - VLEX 521582146

La interpretación constitucional en el sistema jurídico Mexicano

AutorDaniel Oswaldo Martínez - Bernardo García Camino
CargoDoctores en Derecho, egresados del programa de Doctorado en Derecho de la Facultad de Derecho en la Universidad Autónoma de Querétaro, México
Páginas213-235

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"...el mundo del Estado nacional soberano [...] ha

Entrado en su ocaso. La Historia ha continuado

Su marcha alejándose de los terrenos donde Arraigaba, que hasta ahora servían como sustrato

Seguro de la teoría del Estado y de la Constitución".

Konrad Hesse

I Introducción

En el Estado liberal, cuyos principios se convierten en soporte de los gobiernos posteriores a las constituciones norteamericana y francesa, la interpretación de la ley era impensable, más aún, una afrenta a uno de los principales sustentos del reciente Estado Moderno. Ello quedó claramente relejado en la escuela de la exé-gesis cuya máxima expresión fue el Código Napoleónico. La ley, atendiendo a su origen soberano, era una construcción perfecta a la cual el Juez solamente accedía, de manera mecánica, para impartir justicia por medio de su aplicación. Tal era el planteamiento romántico del sistema normativo.

La realidad nos ha demostrado otra cosa. La transición al Estado constitucional, en donde se persigue no un sistema de reglas sino de principios, el juez adquiere un papel fundamental en la creación del derecho y, ante cada decisión, se enfrenta a un problema.

Con ello, descubrimos que la disposición normativa no es más que un texto en que se plasma la voluntad del órgano creador, con lo que "... el Derecho en la concepción positivista no deja de ser un conjunto de reglas atrasadas, elaboradas las más de las veces por personas sin conocimientos jurídicos y dominados por las pasiones y los intereses" (Rascado, 2007, pág. 25).

Así las cosas, la interpretación dentro del derecho ha tomado una importancia signi-icativa anteriormente impensable. Observamos cómo a partir de la segunda mitad del siglo XIX se pone en evidencia lo insostenible que resulta la inmutabilidad de los

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conceptos jurídicos. Sin lugar a dudas un golpe fuerte para la tradición del derecho romano, así como de la Escuela de la Exégesis. Con ello, "los conceptos jurídicos, entonces, son entendidos no como normativos en sí, sino solo como orientadores para el pensamiento jurídico, constituyen a lo más, guías para la delineación sim-pliicada de los problemas" (Modugno, 2004, pág. 69).

Tenemos así el planteamiento del pensamiento problemático del derecho. Desde esta postura, al enfrentarse el intérprete ante la disposición normativa, se encuentra necesariamente ante un problema a resolver, mismo que no atiende a valores lógicos, sino a criterios directivos de la conducta. Es decir, se valora y decide.

Con ello, se genera un gran conlicto con aquellas teorías del derecho que preten-dieron sostenerlo como un objeto estático e inamovible, cuya creación había sido de una vez y para siempre. Este paradigma que nos encadenó irremediablemente a personajes y momentos del pasado, en donde el "espíritu" del Constituyente se volvió un postulado abstracto de cuyo entendimiento derivaba la existencia y fuerza del texto constitucional, alejó a la Constitución de toda posibilidad de interpretación. Incluso este posicionamiento traiciona en esencia el principio de soberanía popular, ya que al volverse imposible la modiicación del texto, la única soberanía existente sería la del pueblo primigenio que dio vida a la Constitución.

La realidad nos plantea otras necesidades y nos impone nuevos retos. Entre ellos, que la nueva conformación multicultural de las comunidades ya no atiende en principio a los postulados que dieron origen a la Constitución y, además, la diver-sidad de percepciones impone necesariamente que la Constitución otorgue certeza y protección a todos.

Como señala Balaguer, "el sustrato pluralista del Estado constitucional de derecho conlleva una heterogeneidad dentro del sistema jurídico, lo que impide considerar al ordenamiento mismo como algo preestablecido" (Balaguer, 1997, pág. 24).

Ejemplos abundan, tomemos el reciente debate sobre la reforma energética que nos enfrenta a las posibilidades e interpretaciones que se esgrimen en el México moderno, en donde, en lugar de abrir espacios a los intereses políticos y de grupo, se deben generar los canales y mecanismos de diálogo que dentro del sistema jurídico permitan una resolución, no solo válida en cuanto a la emisión del acto, sino además con sustento suiciente para evitar cualquier perspicacia en cuanto a su legitimidad.

Ante este panorama, se torna necesario enfrentar el problema de la interpretación constitucional desde una visión más amplia en cuanto a sus posibilidades, de lo contrario, la Constitución se convertirá en un documento obsoleto y alejado de la realidad social.

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II Del estado liberal al estado constitucional

La imposibilidad de interpretar el texto constitucional deriva de la concepción misma del Estado liberal. Desde el paradigma del constitucionalismo moderno, resultado del periodo de la Ilustración, la Constitución se presenta como un objeto emanado de un poder cuasi mágico (Constituyente), que por su origen es inmutable e inalterable y, por lo tanto, impensable su interpretación. La Constitución así, se materializa en un documento pétreo que maniiesta los anhelos y aspiraciones de una comunidad de una vez y para siempre. Este modelo, plasmado en las nuevas constituciones escritas, constituye un dogma que gira sobre tres principios funda-mentales: soberanía, derechos fundamentales y división de poderes (sin olvidar que estos conceptos van acompañados de otros como lo es la representación popular, ciudadanía, etcétera). Principios que se centran en ijar los límites al ejercicio del poder. Es decir, ante los abusos constantes y reiterados de las monarquías absolutistas, se propone la Constitución como documento fundamental en el cual no solo se plasmen los postulados ideológicos de una comunidad, sino que además se garantice que el ejercicio del poder no será excesivo y encontrará sus límites en el propio texto fundador.

En este periodo, en donde la teoría contractualista del Estado se materializa, el ejercicio del poder no se cuestiona, más bien, el planteamiento es ¿quién ha de ejercerlo?, con lo que se construye otro argumento para su legitimación. Ahora el poder emana del propio pueblo, quien lo ejerce e instituye para su beneicio. No obstante, ante la imposibilidad material de que todos participen en la toma de decisiones, se crea el concepto de la representación, desde la cual, los representantes desentrañarán la voluntad popular y crean en consecuencia todas las normas que contengan dicha voluntad e impongan los límites de la acción colectiva. Ante este postulado, la ley resulta perfecta, pues emana de los detentadores originarios del poder. Con ello, impensable la participación de otro actor ajeno a los representantes. Claramente lo plasmó Montesquieu: "...los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes" (Montesquieu, 2001, pág. 218).

Este modelo, por lo tanto, se conigura como un sistema de reglas en donde las mismas son creadas por el Legislador como actor soberano y representante de la voluntad popular, y el Juez, un simple aplicador del sistema establecido. Tal es el postulado del constitucionalismo moderno.

En este tenor, desde la misma construcción de la teoría constitucional moderna, surge la igura del poder constituyente, el cual, de facto, por medio de un acto

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violento (entendemos por violencia no solamente un acto armado, sino cualquier rompimiento con el modelo establecido) crea la base para la construcción de un sistema jurídico. Ahí la paradoja, un acto ilegal o a-jurídico (en el mejor de los casos) se convierte en el vértice para la construcción del sistema jurídico. El Constituyente así, se convierte en una suerte de ente divino, supremo y superior, que plasma su voluntad en un texto que nos es impuesto de una vez y para siempre. Tal fue el tránsito de las monarquías absolutistas a las democracias constitucionales. Transitamos del dogma cristiano al dogma liberal.

Ante este planteamiento, necesario es precisar que de la Constitución (formal) por sí misma no emana ninguna fuerza. La tradición constitucionalista nos ha hecho percibirla como un documento del cual emana una poder autónomo e incontenible que nos rige. No olvidemos que la Constitución es creación humana, por ende, encuentra su fuerza y vigencia en el reconocimiento que hagamos de la misma, de lo contrario, no dejará de ser una simple hoja de papel con signos impresos. Incluso Hart, desde la ilosofía analítica, se maniiesta en el mismo sentido, al sostener que los verdaderos fundamentos del derecho yacen en la aceptación de la comunidad de una regla principal fundamental que asigna a personas o grupos en particular la autoridad para hacer la ley (Hart, 1961).

Es decir, la validez del acto y de la creación normativa atiende en realidad a la aceptación que de manera consensual se hace de la misma, más que por un poder inmanente del propio texto.

Principalmente en los postulados "ideológicos" de estas constituciones, se encuentra quizá el mayor de los límites para la interpretación constitucional, ya que las más de las veces son de carácter abstracto y su signiicado lo encuentran en la emisión del discurso dominante, el cual por medio de la ideologización de la comunidad se impregna en la conciencia colectiva, lo que convierte en afrenta su posible mo-diicación. La Constitución mexicana, recordemos, encuadra en dicho supuesto.

Sin embargo, el paradigma se ha debilitado encontrando cabida en las voces nostálgicas del pasado de donde surgen demagógicos discursos cargados de emotividad pero obsoletos e imprácticos ante la realidad...

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