El drama de una colombiana que no tuvo niñez - 5 de Febrero de 2015 - El Tiempo - Noticias - VLEX 555574974

El drama de una colombiana que no tuvo niñez

El pasado Leidy era tan pequeña como vivaz. Siempre tuvo el cabello largo y muchas pecas, como chispas de oro, en la nariz. Muy rápido se cansó de los estrujones y regaños de su mamá y empezó a buscar otras compañías, o salir sola a trabajar. A los 4 años y medio, las calles son inmensas y la orientación se pierde unas cuadras más allá del hogar. La norma era no pasar las fronteras de Niquitao, un barrio repleto de inquilinatos y callejones, donde florecen las plazas de droga y reinan los jíbaros. El sector en algunas partes amenaza ruina y en otras alberga talleres de mecánica y negocios de pintura en screen. Salir de allí podría ser un viaje sin regreso. Por eso, Leidy se quedaba en El Palo, una carrera que atraviesa el barrio de sur a norte, transitada a diario por miles de carros con destino al centro de la ciudad. En un semáforo trataba de vender una rosa o algún dulce, mientras distraía sus ímpetus infantiles tarareando alguna ronda o jugando a la comidita, con piedras y palos pequeños que conseguía en la calle. Más allá de Niquitao, la ciudad pasa de los senderos miserables a la opulencia alucinante con solo caminar algunas cuadras. Por la Magdalena, abajo de la avenida Oriental, se llega a Guayaquil. Veinte años antes el sector era el punto de acopio de los buses de la flota Magdalena, que descargaban en ese lugar a los viajeros de todo el país. Allí abundaban los burdeles, en donde las prostitutas daban rápidamente placer a los borrachos. Por muchos años, Guayaquil fue el centro de la ciudad. El sitio del mercado, las flotas, los bares, las tertulias y los negocios. También el del rebusque, las bandas y las grandes ventas de droga. A finales de los 80, algunos locales aledaños a San Diego se transformaron en clubes de striptease. En ellos, muchas niñas de Niquitao aprendieron a vender su cuerpo. —La plata está en San Diego —le repetían a Leidy sus compañeros de semáforo. Niños que la doblaban en edad y le contaban historias mágicas, de personajes repletos de dinero que andaban en carros lujosos repartiendo su riqueza. Estos comentarios iban minando su pequeña voluntad, y cada vez era más difícil negarse a seguir a los muchachos, quienes la convidaban a aventurarse fuera del barrio. —¿Entoes qué pelaíta...? Si quiere, véngase conmigo que yo le pongo cuidado —le dijo una mujer que vivía en el inquilinato, mientras le extendía la mano ofreciéndole protección. Para Leidy fue una oportunidad única de ampliar sus fronteras y conocer...

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