Editorial. Dignidad humana, derecho internacional penal y justicia transicional - Núm. 16-2, Junio 2014 - Estudios Socio-Jurídicos - Libros y Revistas - VLEX 520627586

Editorial. Dignidad humana, derecho internacional penal y justicia transicional

AutorHéctor Olásolo Alonso
CargoProfesor titular de carrera, Universidad del Rosario (Colombia)
Páginas7-20

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El conflicto armado no constituye una situación excepcional en la sociedad humana. A esta conclusión llegaban en 1968 Will y Ariel Durant al analizar en su libro The lessons of history que desde la invención de la escritura hasta la actualidad, existen únicamente 268 años en los que no se han documentado conflictos armados. Años después, tras constatar que en
5.600 años de historia humana escrita se han registrado 14.600 conflictos armados, James Hillman afirmaría en su obra A terrible love for war (2005) la atracción del ser humano por la guerra. La situación no ha cambiado en la primera década del siglo xxi. A pesar de observarse una sensible disminución desde la época de la Guerra Fría, en 2011 se siguieron contabilizando 98 conflictos armados en el mundo, de los cuales 35 provocaron más de
1.000 víctimas.

En el siglo vi a. C., Heráclito en su obra Fragmentos sobre el universo se refería al conflicto armado afirmando que “la guerra es madre de todo y reina de todo. De unos hace dioses; de otros, hombres. De unos hace esclavos; de otros, hombres libres”. La victoria o la derrota en el conflicto armado determina el destino de quienes intervienen en él, lo que, por la propia naturaleza de lo que hay en juego, les lleva a instrumentalizar todos los recursos y tecnología disponible como parte del esfuerzo bélico. El siglo xx y la primera década del siglo xxi han presenciado cómo esta lógica ha llevado de manera natural a generar una capacidad de destrucción ilimitada

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con base en el más innovador conocimiento científico. En la actualidad, más de la mitad de la inversión en investigación y desarrollo mundial sigue estando directamente relacionada con su utilización militar.

El temor tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918) a un nuevo conflicto armado con capacidad para destruir el planeta llevó a destacados dirigentes de la sociedad internacional a buscar en las reflexiones de Immanuel Kant en La paz perpetua (1795/1796) la fórmula para ‘instaurar’ la paz y evitar que dicho temor llegara a materializarse. Esta fórmula la encontraron en el Pacto Briand-Kellogg, concluido en 1928 en París por el Presidente del Reich Alemán, el Presidente de los Estados Unidos de América, su majestad el Rey de los Belgas, el Presidente de la República Francesa, su majestad el Rey de Gran Bretaña, Irlanda y los Dominios Británicos allende los mares, el Emperador de la India, su majestad el Rey de Italia, su majestad el Emperador de Japón, el Presidente de la República de Polonia y el Presidente de la República Checoslovaca. En apenas unas líneas, todos ellos, en nombre de sus respectivos pueblos, renunciaron a la guerra como instrumento de política nacional en sus relaciones entre sí, se comprometieron al arreglo pacífico de toda diferencia o conflicto cualquiera que fuese su naturaleza u origen, y condenaron a quien recurriera a la guerra para solucionar controversias internacionales.

Sin embargo, apenas habían pasado diez años, cuando el 1º de septiembre de 1939, daba comienzo la Segunda Guerra Mundial, que probaría ser mucho más destructiva que su antecesora, y terminaría con la utilización del arma más mortífera que la historia haya conocido: la bomba atómica. La completa destrucción del continente europeo, y de importantes partes de Asia y África, llevaron a los dirigentes de los Estados vencedores a proponer en la Carta de las Naciones Unidas la prohibición de toda guerra de agresión, limitando el recurso a la fuerza armada a situaciones de legítima defensa, individual o colectiva, ante un ataque cierto de un Estado agresor, y solo mientras fuera absolutamente necesaria para rechazar la agresión.

Al término de la Segunda Guerra Mundial, el temor a un nuevo conflicto armado de carácter global que destruyera definitivamente el planeta fue tal que se decidió poner en marcha un mecanismo centralizado de declaración y realización de la responsabilidad internacional penal frente a aquellos dirigentes que con su comportamiento habían generado una gue-

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rra de agresión y campañas de violencia sistemática y generalizada contra la población civil.

En consecuencia, el fracasado intento de enjuiciamiento del káiser Guillermo II de Alemania al término de la Primera Guerra Mundial dio paso a los procesos de Núremberg y Tokio para juzgar a los dirigentes políticos, militares y económicos de los regímenes alemán y japonés responsables por tales comportamientos. El mensaje era claro: quienes desde los resortes del poder recurren a una guerra de agresión contra terceros Estados, y utilizan la fuerza armada contra su propia población, no solo pierden la legitimidad ética y moral necesaria para seguir dirigiendo sus respectivas sociedades, sino que, debido al daño que han causado a la sociedad internacional, incurren jurídicamente frente a ella en responsabilidad penal individual (que, como se declararía expresamente en 1968, no se extingue bajo ninguna circunstancia).

En vista del sufrimiento al que habían sido sometidos los cientos de millones de víctimas que había provocado la Segunda Guerra Mundial (solo el número de muertes se calcula en torno a los 50 millones), se reconoció por primera vez en la historia con un alcance universal la naturaleza singular y única del ser humano, de la que emanan ciertos derechos inalienables que todo Estado miembro de la sociedad internacional tiene la obligación de respetar y garantizar. Este reconocimiento se produjo a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada el 10 de diciembre de 1948, que había sido precedida por la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (adoptada meses antes), y que sería seguida por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de 1950. Un día antes, se había aprobado la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio.

Simultáneamente, y a la luz de la grave insuficiencia mostrada por las normas que regulaban el comportamiento de las partes en un conflicto armado –particularmente en lo relativo al tratamiento de los agentes del enemigo que se encontrasen fuera de combate (enfermos, náufragos, prisioneros de guerra) y al estatuto del personal sanitario y la población civil–, se aprobaron en 1949 las cuatro convenciones de Ginebra, cuyo sistema de infracciones graves prevé la responsabilidad internacional penal frente al conjunto de la sociedad internacional de quienes incurran en ellas.

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La amplia labor legislativa impulsada desde la Organización de las Naciones Unidas, el Comité Internacional de la Cruz Roja, y la actividad jurisprudencial de los tribunales internacionales penales de Núremberg y Tokio, en el período entre 1945 y 1950, provocó que una parte muy importante de dicha normativa hubiera adquirido para principios de los años cincuenta naturaleza consuetudinaria de ius cogens, y, por ende, el más alto rango normativo existente en el derecho internacional.

En este marco jurídico, surgen y se desarrollan los deberes de los Estados a no incurrir a través de sus agentes en graves violaciones de derechos humanos (en particular, aquellas constitutivas de crímenes internacionales) frente a quienes se encuentren bajo su jurisdicción, así como a adoptar todas las medidas que...

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