¿Cuándo es justo tomar las armas? - Rebeldes, Románticos y Profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano - Libros y Revistas - VLEX 845385481

¿Cuándo es justo tomar las armas?

AutorIván Garzón Vallejo
Cargo del AutorDoctor en Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina
Páginas152-175
Y son los mismos que nos maltratan los que luego hablan de
democracia. Su democracia, la suya, la que nos oprime como pueblo.
Por eso te digo yo, con el corazón en la mano, que nuestra lucha no solo
es justa. Es necesaria, hoy más que nunca. Es indispensable, puesto
que es defensiva y tiene por objeto la paz.
Fernando Aramburu (2016, p. 313)
Aunque hemos estado circundado el tema, la pregunta sigue
rondándonos: ¿qué lleva a que personas que hicieron un
compromiso solemne de servir a Dios y amar a los demás se
comprometan con la lucha armada o la justifiquen? ¿Cuál es el
itinerario conceptual que los llevó a creer tan fervientemente en la
revolución?
En este capítulo desarrollaré dos ideas. En la primera mostraré que
el camino de la justificación de la lucha armada pasa regularmente
por tres fases: la negación del concepto de fuerza, primero; luego, la
amplificación de la violencia, y, finalmente, la fe en la revolución.
Aunque la principal fuente teórica de este camino fue el marxismo,
el neotomismo fue incapaz de ofrecer una resistencia intelectual
seria y cooperó con el mismo indirectamente al mantener abierta la
posibilidad de una insurrección legítima. La segunda idea que
desarrollaré es que durante los sesenta y setenta la Iglesia católica
reformuló su teoría clásica sobre la guerra justa, su doctrina
tradicional del ius ad bellum y transitó durante las siguientes
décadas por un camino de compromiso con la democracia y los
derechos humanos hacia una teoría de la construcción de paz o
peacebuilding, que es la que defiende y promueve hoy.
LA NEGACIÓN DE LA FUERZA
El más poderoso invento de la tradición política moderna fue el
Estado. Básicamente porque alrededor de su figura se desarrolló
todo el andamiaje político, jurídico y filosófico de la política
occidental desde el siglo XVII hasta el XXI, época en la que la
proclamación de la crisis de tal forma de organización política ya
hace parte del paisaje de las ciencias sociales. Lo que caracteriza y
define al Estado moderno es la capacidad de imponer su autoridad
por encima de la vanidad y el orgullo de todos los súbditos. Así lo
entrevió Hobbes, su creador intelectual. Y tres siglos después, Max
Weber, heredero de la tradición del realismo político, tomó el
testimonio y reiteró la definición hobbesiana, pero con más pedigrí al
sentenciar que el Estado detenta el monopolio de la violencia física
legítima (Weber, 2012). La conclusión de la tradición política
moderna no admite equívoco: solo el Estado tiene la potestad de
imponer su poder de modo legítimo. Luego, no toda violencia es
ilegítima ni toda expresión de fuerza puede definirse del mismo
modo.
Aunque el hard power es el principal aspecto que define al Estado
moderno, no es el único. Ya Maquiavelo había advertido que una
comunidad política se gobierna por la ley o por la fuerza
(Maquiavelo, 2011), validando con ello las analogías que expresan
el poder estatal de modo binario: poder duro/poder blando;
derecha/izquierda; garrote/zanahoria, entre otras. Otra salvedad que
es importante hacer es que el hecho de que el Estado tenga tal
potestad no significa que no la traicione con más o menos
frecuencia —dependiendo la época y el contexto— y que sus
gobernantes —Agustín dixit— puedan devenir en estos casos en
una banda de ladrones. Sin embargo, salvo en casos de dictaduras
o de Estados injustos, no lo hace de iure, sino de hecho, como
excepción y no por regla general.
Ciertamente, nuestra historia está saturada de ejemplos en los
cuales el sectarismo y el autoritarismo de los gobernantes han

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