Freud: gobiernos terminables e interminables. - Vol. 27 Núm. 2, Julio 2015 - Revista Desafíos - Libros y Revistas - VLEX 636914257

Freud: gobiernos terminables e interminables.

AutorDorado Romero, Juan
CargoFreud, Sigmund - Ensayo
Páginas53(45)

Freud: Terminable and Interminable Governments

Freud: governos termináveis e intermináveis

"El conocimiento verdadero del bien y del mal, en cuanto verdadero, no puede reprimir ningún afecto".

Spinoza (2013, p. 327)

Introducción

Quizás el lector de este trabajo considere arriesgado o gratuito considerar a Sigmund Freud (1856-1939) como un pensador político. Sin embargo, en realidad, con esto no hacemos más que escucharle directamente e interpretar lo que él mismo nos sugiere.

Cuando se atrevió con el relato de su vida en su Autobiografía de 1925, el mismo Freud apunta que su elección profesional de la carrera médica no se debía a ninguna vocación irrenunciable. Antes, al contrario, Freud dice: "[E]n aquellos años juveniles no sentía predilección especial ninguna por la actividad médica, ni tampoco la he sentido después" (Freud, 1925, p. 2762). Confiesa que lo que lo 'dominaba' era "una especie de curiosidad relativa más bien a las circunstancias humanas que a los objetos naturales" (p. 2762). Acto seguido, añade que, desde muy joven, estuvo genuinamente interesado por los temas políticos: "[B]ajo la poderosa influencia de una amistad escolar con un niño mayor que yo, que llegó a ser un destacado político, se me formó el deseo de estudiar leyes como él y de obligarme a actividades sociales" (p. 2762).

Al final de este ensayo autobiográfico, ampliado en 1935, Freud vuelve sobre el mismo tema, declarando que en los últimos años su vida ha sufrido 'un cambio significativo', de este modo: "[Los] intereses adquiridos en la última parte de mi vida han retrocedido, en tanto que los más originales y antiguos se han vuelto prominentes una vez más" (p. 2798). Tras lamentar que en los últimos años apenas ha realizado alguna contribución importante a la teoría psicoanalítica, asocia esta circunstancia a una alteración en su propia persona, "lo que pudiera ser descrito como una fase de desarrollo regresivo" (pp. 2798-2799). Freud siente que, después de tantos años de paciente labor de investigador del psiquismo humano, sus aspiraciones vuelven a ser las de su infancia y juventud. Resulta admirable que, desde el 'cenit' de su vida, este pensador reconozca ante sus lectores que todo su recorrido vital ha sido un largo rodeo para retornar al origen: "Mi interés luego de un largo détour en las ciencias naturales, la medicina y la psicoterapia, volvió a los problemas culturales que tanto me habían fascinado largo tiempo atrás, cuando era un joven apenas con la edad necesaria para pensar" (p. 2799).

En el mundo interno, ese tipo especial de inteligencia silenciosa que él tanto se había empeñado en estudiar, su presente, por fin, se había convertido en su pasado. Se había dado cuenta de que el progreso lineal hacia adelante no tenía sentido en los vastos paisajes de su alma, donde, en cualquier momento, Sigmund, el grandioso intelectual, pasaba a ser Schlomo, su segundo nombre, aquel que, al nacer, su padre, Jacob Freud (1815-1896), había anotado en la Biblia familiar y que no había sobrevivido a su adolescencia (Gay, 2010, p. 27). El niño judío que anhelaba dedicarse a los asuntos de la política se hace fuerte y consciente en los últimos años de su vida, y ya no tiene miedo a reivindicar sus motivaciones más hondas y expresar sus opiniones al respecto. Sin embargo, de lo que quizá Freud no pudo o no quiso darse cuenta es que Schlomo nunca se había ido, que siempre estuvo acompañando a Sigmund. Es cierto que durante muchos años estuvo relegado a un segundo o tercer plano ante el empuje del indomable Freud del mundo externo, pero pacientemente, en su mundo interno, Schlomo estuvo jugando y trabajando para que en sus escritos apareciesen una y otra vez los acordes de una música con un sonido genuinamente político.

  1. El peligro interior

    En su consulta, Freud observó cómo en los relatos letárgicos de sus pacientes de ambos sexos aparecían deseos destructivos o relativos al goce sexual que atentaban no solo contra las convenciones morales de la sociedad de su tiempo, sino también contra las leyes vigentes que formalizaban esas convenciones. El paso del deseo a la realidad de esas pulsiones acarrearían sin duda un daño para la convivencia, al estar marcadas por un egoísmo extremo, por un retorno a un "primitivo infantilismo" (Freud, 1916, p. 2253) de carácter salvaje y reacio a aceptar la imposición de límites externos. Los sueños representan el reinado inmortal de la infancia del ciudadano.

    No solamente hemos hallado que los materiales de que se componen los sucesos olvidados de la vida infantil son accesibles al sueño, sino que hemos visto, además, que la vida psíquica de los niños, con todas sus particularidades, su egoísmo, sus tendencias incestuosas, etc., sobrevive en lo inconsciente y emerge en los sueños, los cuales nos hacen retornar cada noche a la vida infantil. Constituye esto una confirmación de que lo inconsciente de la vida psíquica no es otra cosa que lo infantil (p. 2252). Estas ideas oníricas suponían la herencia arcaica en contra de la que se habían edificado la civilización y la conciencia moral. De hecho, toda cultura, sostiene Freud, se basa en sacrificar esos instintos primitivos para lograr la convivencia de individuos con impulsos infantiles y narcisistas en una comunidad que prevenga el daño recíproco: "Es forzoso reconocer la medida en que la cultura reposa sobre la renuncia de las satisfacciones instintuales ... Esta frustración cultural rige el vasto dominio de la relaciones sociales entre los seres humanos, y ya sabemos que en ella reside la causa de la hostilidad opuesta a toda cultura" (Freud, 1930, p. 3038).

    A medida que el lector avanza en las páginas de El malestar en la cultura (1930), se irá dando cuenta de que a Freud le preocupaba la honda insatisfacción, infelicidad podríamos decir, que los ciudadanos sentían ante una cultura hipócrita, basada en la vigilancia de las apariencias, especialmente en el terreno sexual. Uno de los cimientos de la cultura, quizás el más original y de consecuencias más profundas, sería la prohibición del incesto. La estela de esta prohibición aún se deja sentir con fuerza en nuestra identidad no consciente, de ahí que Freud la considere "la más cruenta mutilación que haya sufrido la vida amorosa del hombre en el curso de los tiempos" (p. 3041).

    La cultura, para avanzar y prosperar, necesitaría, según el planteamiento freudiano, de un orden impuesto a la fuerza contra los desobedientes, y el sexo ha sido considerado durante siglos un factor con un potencial desordenante, porque nos fija en lo corporal y lo terreno, en la dependencia de la persona amada o deseada, contra los altos vuelos de la religión y la filosofía. "He aquí por qué los sabios de todos los tiempos trataron de disuadir tan insistentemente a los hombres de la elección de este camino [del amor sexual], que, sin embargo, conservó todo su atractivo para gran número de seres" (p. 3040). Puesto que el argumento de autoridad no ha logrado nunca los efectos esperados para domeñar los instintos sexuales de hombres y mujeres, la opción más eficaz, al tiempo que dolorosa, ha sido la de imponer por la fuerza unas prácticas y reprimir duramente el resto de alternativas.

    Al hacerlo [la cultura] adopta frente a la sexualidad una conducta idéntica a la de un pueblo o una clase social que haya logrado someter a otra a su explotación. El temor a la rebelión de los oprimidos induce a adoptar medidas de precaución más rigurosas. Nuestra cultura europea occidental corresponde a un punto culminante de este desarrollo (p. 3042). Estas opiniones reflejan el talante reformador de un pensador que defendía liberar a la sexualidad humana de unas cadenas demasiado rígidas. Sin embargo, la cultura, pensaba Freud, no solo ha necesitado domesticar los instintos eróticos de los ciudadanos. Existían otras tendencias innatas, que aparecen mezcladas frecuentemente con las anteriores, cuya represión se ha convertido en el distintivo de toda formación cultural y en la condición esencial de las comunidades políticas. Hablamos de los instintos hostiles y agresivos que también forman una parte irreductible de la identidad del ciudadano. Los preceptos éticos nacen, en opinión de Freud, de un idealismo de la naturaleza humana que no encuentra correspondencia con la experiencia cotidiana. La religión y la moral se habrían dedicado a la negación omnipotente de una realidad demasiado tenebrosa. Freud ataca en particular al mandamiento ético de amarás alprójimo como a ti mismo, que ha acabado convertido en el frontispicio del cristianismo.

    Además de 'irrealizable', este precepto, que constituye "el rechazo más intenso de la agresividad humana", supone un peligro para la felicidad individual, ya que "tamaña inflación del amor no puede menos que menoscabar su valor, pero de ningún modo conseguirá remediar el mal" (p. 3066). Es insensato, arguye nuestro autor, pedir que mostremos amor por nuestros enemigos, es decir, amar a quienes no nos aman. Supone un desconocimiento de lo que significa el amor, porque este "me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios" (p. 3044), de forma que solo podemos amar verdaderamente a quien lo merezca por alguna razón. El hecho de exigir que amemos a un extraño cualquiera es, además, injusto para aquellos que sí nos aman, que aprecian nuestro amor "como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño" (p. 3044). Si a esto sumamos que este solemne mandamiento nos obligaría a amar a quienes realizan acciones malvadas, el resultado sería catastrófico: "El cumplimiento de los supremos preceptos éticos significaría un perjuicio para los fines de la cultura al establecer un premio directo a la maldad" (p. 3045).

    La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas...

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