La humanidad antes de los derechos humanos - La última utopía. Los derechos humanos en la historia - Libros y Revistas - VLEX 648995505

La humanidad antes de los derechos humanos

AutorSamuel Moyn
Páginas21-55
La humanidad antes
de los derechos humanos
“Cada escritor crea a sus precursores”, escribe Jorge Luis Borges en una
extraordinaria reflexión sobre la relación de Franz Kafka con la historia de
la literatura. “Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha
de modificar el futuro”1. Desde el filósofo griego Zenón, a través de fuentes
oscuras y famosas a lo largo de los siglos, Borges presenta una colección
de los diversos dispositivos estilísticos de Kafka e incluso algunos de sus
aparentemente exclusivas obsesiones personales —todas existentes antes
de que Kafka naciera—. Borges explica: “Si no me equivoco, las heterogé-
neas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no
todas se parecen entre sí”. ¿Cómo, entonces, pueden interpretarse estos
textos tempranos? Los viejos escritores estaban tratando de no ser Kafka
sino ellos mismos. Y las “fuentes” no eran suficientes por sí mismas para
que Kafka existiera: nadie los hubiera considerado como precursores de
Kafka si este último no hubiera existido. El punto de Borges sobre “Kafka
y sus precursores”, entonces, es que no existen estos últimos. Si el pasado
se lee como una preparación para un sorprendente evento reciente ambos
terminan distorsionados. El pasado es tratado como si fuera simplemente
el futuro a la espera de realizarse. Así, el sorprendente evento reciente es
tratado como si fuera menos sorpresivo de lo que realmente es.
1 Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones (Buenos Aires: Emecé, 1966), 147-48.
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LA ÚLTIMA UTOPÍA
Lo mismo puede decirse de los derechos humanos contemporáneos
considerados como un conjunto de normas políticas globales que forman
una especie de credo para el movimiento social transnacional. Desde que
el término fue acuñado en inglés en la década de los cuarenta, y de manera
más frecuente en las últimas décadas, ha habido muchos intentos de explicar
las raíces de los derechos humanos —pero sin la advertencia de Borg es de
que la sorprendente discontinuidad no solo deja el pasado atrás sino que
además lo consuma—. Las exposiciones clásicas empiezan con los estoicos
de la filosofía griega y romana, y continúan a través del derecho natural
medieval y los derechos naturales de la modernidad, terminando en las
revoluciones atlánticas de Estados Unidos y Francia, con la Declaración
de Independencia de 1776 y la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano de 1789. Para ese entonces, a más tardar, se asume que
la suerte ya estaba echada. Estos son pasados construidos para apoyar
la narrativa: se crean precursores luego de ocurrido el hecho. La peor
consecuencia de estas historias que sostienen el mito de las raíces es que
nos distraen de las condiciones reales de los desarrollos históricos que
intentan explicar. Si los derechos humanos son tratados como si siempre
hubieran estado allí, o como si se viniera trabajando en ellos desde hace
tiempo, las personas no se enfrentarán a las verdaderas justificaciones
que se han vuelto tan poderosas en la actualidad ni evaluarán si ellas son
aún convincentes.
De todas las confusiones más llamativas relacionadas con la búsqueda
de “precursores” de los derechos humanos, hay una que ocupa el palco de
honor. Lejos de ser argumentos para trascender al Estado y a la nación, los
derechos proclamados en las revoluciones políticas modernas y defendidos
desde entonces fueron esenciales para la construcción del Estado nación y
no llevaron a ningún lado hasta hace relativamente poco. Hannah Arendt
vio esto claramente, aunque no hizo explícitas las consecuencias para la
historia del derecho. En un famoso capítulo de Los orígenes del totalitarismo¸
Arendt sostuvo que el llamado “derecho a tener derechos” otorgado por la
membresía a una colectividad siguió siendo el aspecto clave de los nuevos
valores enumerados por la Declaración Universal de los Derechos Huma-
nos: sin la inclusión en una comunidad, la afirmación de los derechos,
por sí sola, no tenía sentido2. Los derechos habían nacido como las prerro-
gativas fundamentales de los ciudadanos; en el presente, de acuerdo con
Arendt, existía el riesgo de que se convirtieran en la última oportunidad de
los “seres humanos” que no eran miembros de una comunidad y por ende
carecían de protección. Estaba en lo cierto: hay una diferencia evidente y
fundamental entre los derechos de las revoluciones modernas, los cuales se
2 Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (Bogotá: Taurus, 1978).
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SAMUEL MOYN
derivaban de pertenecer a una comunidad política, y lo que eventualmente
se denominó “derechos humanos”. En efecto, los droits de l’homme que
movilizaron las revoluciones modernas y la política del siglo XIX deben
ser rigurosamente diferenciados de los “derechos humanos” acuñados en
los 1940 y tan atractivos en las últimas décadas. Los unos implicaban una
política sobre ciudadanía en casa; los otros, una política del sufrimiento
lejos de la nación de origen. Si el movimiento de una a otra concepción
envolvió una revolución en las prácticas y significados, entonces es errado
empezar presentando a los unos como la fuente de los otros3.
Es cierto que los fundamentos conceptuales de los derechos incluso
antes de la Declaración Universal podían ser naturales o incluso “humanos”
para algunos pensadores, en especial en el pico del racionalismo ilustrado.
Sin embargo,incluso en ese entonces había un acuerdo universal de que
esos derechos debían alcanzarse a través de la construcción de espacios
de ciudadanía en donde los derechos se concederían y protegerían. Estos
espacios no solamente proveían las maneras para desafiar la negación de
los derechos ya establecidos; no menos importante, también eran zonas
de lucha sobre el significado de la ciudadanía y el lugar para defender los
viejos derechos y promover los nuevos. En contraste, los derechos humanos
luego de 1945 no establecieron un espacio de ciudadanía comparable, al
menos no fue así al momento de su invención —y quizás no lo han he-
cho desde entonces—. Si ello es así, el evento central en la historia de los
derechos humanos es su reformulación como prerrogativas que pueden
contraponerse a la soberanía del Estado nación desde un lugar externo y
superior, en lugar de considerarse como figuras que sirven para sustentar
sus fundamentos.
Es importante establecer la conexión esencial entre los derechos y el
Estado porque también da nuevas luces a la asociación muy difundida que
se hace de los derechos con el universalismo humanista. Para muchos, los
derechos humanos de hoy son simplemente una versión moderna de una
fe universalista y cosmopolita de vieja data. Generalmente se piensa que si
los griegos o la Biblia anunciaron que la humanidad era solo una, entonces
ellos deben ocupar un lugar en la historia de los derechos humanos. Pero
el hecho es que han existido diversos y opuestos tipos de universalismos
en la historia, estando cada uno de ellos igualmente comprometidos con
la creencia de que los seres humanos son todos parte de un mismo grupo
moral o —tal como lo señala la Declaración de 1948— de una misma
“familia”. De allí en adelante no había acuerdos sobre las características
compartidas por los seres humanos, los bienes que debían reconocerse
como tales y cuáles reglas debían derivarse.
3 Cf. Lynn Hunt, Inventing Human Rights: A History (New York: W.W. Norton & Company, 2007).
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