Introducción - Rebeldes, Románticos y Profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano - Libros y Revistas - VLEX 845385473

Introducción

AutorIván Garzón Vallejo
Cargo del AutorDoctor en Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina
Páginas19-35
En 2019 se cumplieron noventa años del nacimiento de Camilo
Torres Restrepo, el sacerdote que en 1965 colgó su sotana y se unió
a la guerrilla del ELN. El balance sobre su obra y su legado no puede
ser más contradictorio, pues, de un lado, una decena de personas
que lo conocieron con las que conversé coincidieron en que se
equivocó al tomar las armas, opinión compartida por su principal
biógrafo, para quien Camilo “fracasó” (Broderick, 2013, p. 12).
Asimismo, un connotado historiador advierte que “su legado
simbólico es devastador”, pues alimentó “cierto destino de falsa
fatalidad para la nación: esa supuesta imposibilidad del reformismo
que le da entonces luz verde a la revuelta armada” (Posada Carbó,
2006, p. 241).
Pero de otro lado, al hacer un balance sobre su vida, un reconocido
sacerdote e intelectual público sostenía que Camilo se embarcó en
una “guerra justa” (Giraldo, 2016) y el arzobispo de la tercera ciudad
del país interpretaba su ingreso a la guerrilla más como “una obra
de misericordia […] que [como] una acción de guerra con un
adversario” (Monsalve, 2016). Y a propósito de los cincuenta años
de su muerte, en 2016 se exhibió en Bogotá la obra “Camilo”, del
Teatro La Candelaria, que presentaba al cura guerrillero como un
bienintencionado revolucionario sojuzgado por las autoridades
eclesiásticas. Era, sin duda, un buen resumen de su mito y una
prueba más de que este sigue vigente.
¿Qué explica este juicio tan dispar acerca de la vida del primer
sacerdote latinoamericano que se volvió guerrillero? ¿Qué influencia
tuvo la fe cristiana en él y en otros que tomaron un camino similar?
¿Qué ideas motivaron a quienes sin empuñar un fusil justificaron la
violencia y a quienes, por el contrario, se opusieron a hacer un pacto
con el diablo —como llama Weber el uso de la violencia—?
Las lecturas antagónicas que he citado son un buen pretexto para
abordar las narrativas históricas sobre el papel que la violencia
política ha jugado en nuestra vida colectiva, una cuestión que ha
dejado de ser asunto de violentólogos e historiadores y se ha vuelto,
cada vez más, parte de nuestra cultura política.
Así, mientras unas atribuyen a la violencia la principal causa de
nuestra tragedia como nación, otras, por el contrario, asumen que
ha habido una violencia —como la violencia insurgente político-
religiosa— que no merece reproche moral o intelectual, pues estaba
guiada por un sincero deseo de cambio y buenas intenciones.
Daniel Pécaut ha escrito que uno de los ingredientes de la
longevidad del conflicto armado “es que durante un largo período el
recurso a la lucha armada había sido considerado como ‘normal’ por
amplios sectores de la izquierda colombiana” (Pécaut, 2017, p. 281),
algo a lo que, por lo demás, no escapaban amplios sectores de la
población latinoamericana, al punto que el historiador inglés Eric
Hobsbawm advertía que el uso de la acción armada es aceptado
“por todos” en un continente donde incluso los cambios ordinarios
de gobierno eran asegurados por el uso de la fuerza (Hobsbawm,
2018, p. 307).
Y es que, ciertamente, la década del sesenta marcó un punto de
inflexión en la historia reciente de Colombia. El surgimiento de las
guerrillas de las FARC en 1964 y del ELN en 1965 constituyó un
factor de violencia política de las últimas décadas que se recrudeció
en los años ochenta con la aparición de los grupos paramilitares y
generó a su vez un espiral de violencia en el que las fuerzas
estatales traicionaron su legitimidad institucional al recurrir a
mecanismos de guerra sucia. Dicha década es excepcional también,
pues al tiempo que se multiplicaron las fuentes de violencia, las
tradiciones liberales y democráticas perdieron defensores
intelectuales (Posada Carbó, 2006).

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