El problema del reconocimiento de la beligerancia en la guerra de Secesión estadounidense - El reconocimiento de la beligerancia. Dos siglos de humanización y salida negociada en conflictos armados - Libros y Revistas - VLEX 850197210

El problema del reconocimiento de la beligerancia en la guerra de Secesión estadounidense

AutorVíctor Guerrero Apráez
Páginas145-200
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El problema del reconocimiento
de la beligerancia en la guerra de
Secesión estadounidense
El desencadenamiento de la guerra de Secesión en Estados Unidos signicó
el momento de mayor importancia de cuantas ocasiones hubo en la discusión
y empleo del instituto de la beligerancia. No se trató tan solo de la guerra
civil por antonomasia, el epítome de todas las contiendas civiles acontecidas
hasta entonces, que en su magnitud bélica alcanz aría los rasgos de una gue-
rra total, sino que afectó a una potencia mundial en asc enso, cuya irrupción
inédita conllevó una extensión del instituto hacia el otro lado del Atlá ntico.
La intensidad de las discusiones, reclamos diplomáticos y amenazas de una
tercera guerra entre Gran Bretaña y su antigua colonia le imprimieron ca-
racterísticas dra máticas e inuirían en el posterior decurso de las fórmulas
puestas a punto para su regulación.
Pueden distingui rse tres fases desde esta perspectiva: la pri mera, cons-
tituida por los debates acerca de la normatividad aplicable y el papel jugado
por el reconocimiento de la beligerancia; la segunda, por la revocación del
reconocimiento efectuado y, por último, la emergencia en lugar suyo del
primer código regulatorio de la guerra civil, encargado por el Gobierno de
Lincoln y redactado por el jurista a lemán Francis Lieber. Dicho en otras pala-
bras, desde una perspectiva histórica la pr imera regulación de la guerra civil
surge en el momento preciso del eclipse de la beligerancia, pero no implica
de suyo una mayor regulación de aquella.
El inicio de la confrontación bélica que desgarró a los Estados Unidos
entre 1861 y 1865 estuvo enmarcado en un contexto internacional comple-
jo. Como todas las contiendas bélicas de la segunda mitad del siglo XIX,
este conicto intentó congurarse dentro de los precarios senderos que
ofrecía el incipiente derecho internacional público, así como las instituciones
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El reconocimiento de la b eligerancia
consuetudinar ias y normativas tendientes al encauzamiento y regular ización
de la guerra, desarrollad as en la tradición jurídica europea renovada a partir de
nales del siglo XVI por jurisconsultos como Alberico Gentili. No era propia-
mente un vacío referencial o una ausencia de antecedentes el universo mental
y material en el cual tuvieron lugar los preparativos bélicos, diplomáticos y
políticos que los dos regímenes enfrentados, la Unión del Norte —enemiga
de la esclavitud, pero al inicio dist ante de un rechazo radical de ella— en uno
de sus extremos y la Confederación del Sur en el otro —apasionadamente
partidaria y entra ñablemente ligada a un sistema productivo centrado en la
utilización de la mano de obra esclava como el factor decisivo de su singu-
laridad existencial—, pusieron a punto en los primeros meses de la guerra
civil, una vez declarado el estado de rebelión por el Gobierno de Lincoln y
maniesta la secesión por el presidente Jeerson Davies. Pero sí era, desde
luego, una tradición fragmentada, dispersa, i ncoherente, contradictoria y, en
todo caso, jamás concretada en un texto canónico, que dejaba más vacíos e
interrogantes que certezas de actuación o criterios clara mente establecidos.
Las expectativa s de cada una de las partes contendientes fueron diversas y, tal
como se revelaría en el curso de la contienda, profundamente equivocadas.
Mientras los políticos, gobernantes estatales, publicista s, diplomáticos
improvisados en sus funciones de tales y hombres de armas de la Confede-
ración ncaron sus esperanzas en el logro de una situación que conduje-
ra a un rápido tratado de paz que permitiera la continuidad de su régimen
económico y la cumplimentación de su aporte civilizatorio, a part ir de una
institución que había permitido la pasada grandeza de civ ilizaciones como
la hebrea, la griega y la romana; sus homólogos de la Unión conaron en un
rápido doblegamiento de los estados rebeldes, apoyados en la fortaleza del
movimiento antiesclavista, la ev idente superioridad económica e industrial y
la abrumadora posesión de mayores recursos bélicos, materiales y humanos.
Pero el ímpetu militar del sur resultó de mucha mayor magnitud a diferencia
de lo esperado y la recia determinación de Lincoln por preservar la Unión
Americana, in nitamente superior a la prevista respecto de un político rela-
tivamente novato a quienes sus propios ministros en los primeros meses de
su administración consideraban alg uien que podía ser dominado y reducido
a un papel de simple guración.
En consecuencia la guerra civil se prolongó cerca de cinco años; la in-
tensidad y la dimensión numérica de los combates, al igual que la letalidad
del armamento industrial empleado, produjeron la muerte tanto en la acción
militar como por la mortandad de enfermedades de más de 620 0 00 hombres
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—superior al resto de bajas sufridas por los estadounidenses en el conjunto
de todas sus posteriores acciones bélicas— y el grado de destrucción y de
postración humana y económica posterior tomaron varias décadas para la
reconstrucción de los escenarios bélicos.
Proyecciones internacionales: el debate
sobre el bloqueo y los corsarios
Una de las instituciones que mayor desarrollo había experimentado en el
ámbito de las tentativas por regular las hosti lidades armadas fue justamen-
te la relacionada con la prohibición del corso, consensuada por los Estados
monárquicos europeos al término de la guerra de Cri mea (1853-1856), en la
famosa Declaración de París. El acuerdo internacional c onvenido allí, en el
marco del orden todavía vigente instaurado por la Santa Alian za luego de la
derrota y aprisionamiento de Napoleón, hoy de modo unánime es conside-
rado como el primer documento público de las voluntades políticas de los
gobernantes de entonces por proscribir, de manera denitiva, la aceptabilidad
de la que había gozado hasta entonces el adelantamiento de actividades de
piratería, saqueo y conscación de propiedades por armadores particula res
o privados de embarcaciones en alta mar; este acuerdo tuvo, sin embargo, un
primer opositor destacado: Estados Unidos de Norteamérica. Quizá pueda
encontrarse aquí un primer a ntecedente del unilateralismo estadoun idense,
aunque ciertamente por razones exactamente opuestas a las que hoy condu-
cen a esa postura, no por su condición hegemónica o imperial en un mundo
geopolítico, sino por su relativa debilidad frente a las potencias europeas.
En efecto, la actividad del corso, como licencia para la asunción de actos de
fuerza navales por parte de par ticulares, legado de las luchas por expandir
los dominios territoriales al mar, fue vista en el hemisferio occidental como
una eventual vía de autoprotección o defensa propia en el caso de empresas
militares marít imas dirigidas contra Estados más débiles, por lo cua l no so-
lamente Estados Unidos sino la gran mayoría de países latinoamericanos,
incluida Colombia, se negaron de manera reiterada, tanto en términos de sus
propios gobiernos como de sus órganos representativos, a otorgar su asenti-
miento o aceptación a la prohibición internacional del corso.
El marco normativo regulatorio internacional de la guerra naval hubo
de conducir, entonces, a una particu lar situación en el contexto de la guerra
civil de la que ciertamente sacó provecho considerable la Confederación del
Sur en los primeros años de su sangriento desarrollo. Uno de los primeros

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