El reconocimiento de la beligerancia en las prácticas y discursos sobre la guerra civil en América Latina a finales del siglo XIX e inicios del XX - El reconocimiento de la beligerancia. Dos siglos de humanización y salida negociada en conflictos armados - Libros y Revistas - VLEX 850197209

El reconocimiento de la beligerancia en las prácticas y discursos sobre la guerra civil en América Latina a finales del siglo XIX e inicios del XX

AutorVíctor Guerrero Apráez
Páginas105-143
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El reconocimiento de la beligerancia
en las prácticas y discursos sobre la
guerra civil en América Latina a nales
del siglo  e inicios del 
Las tesis debatidas con ocasión de la rica práctica del reconocimiento de la
beligerancia pueden remontarse hasta la revuelta del general Vivanco en el
Perú, hacia 1850, pero encuentran su más representativa escenicación en los
casos de Cuba, Chile y México. Buena parte del caso c ubano será abordado,
por razones temáticas, en el último capítulo de este l ibro, donde se expone
en detalle el protagónico y olvidado papel desempeñado por Colombia en el
reconocimiento de la beligerancia de los sublevados cubanos.
La beligerancia durante las revoluciones de Cuba
en el siglo xix
Las revueltas de los cubanos contra la admi nistración española de la isla, en
la segunda mitad del siglo XIX, durante tres g uerras consecutivas, la l lama-
da “Guerra Larga” que se prolongó durante una década entre 1868 y 1878,
la denominada “Guerra Chiquita” de 1895 hasta 1898 y la iniciada este año
con la intervención norteamericana, que a su turno se extendería hasta los
inicios de la nueva centuria, constituyen no solo la última y postrera tentativa
secesionista en el hemisferio americano, sino una de las sublevaciones más
heroicas, cuyas repercusiones se sintieron fuera del reducto insular y com-
prometió la postura y comportamiento de terceros Estados. El dilatado arco
temporal de esta guerra de independencia se superpuso sobre por lo menos
a cuatro periodos presidenciales estadounidenses, cuyos respectivos titula-
res terminarían por jugar papeles decisivos en el favorecimiento o el repudio
respecto del reconocimiento de la beligerancia que los mambises intentaron
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hacer valer ante las instancias del poder nortea mericano. En cierto sentido, la
beligerancia cubana llegó a ser, al nali zar el siglo XIX, el equivalente geopo-
lítico y jurídico de lo que al inicio de la centuria lo fuera el de la bel igerancia
griega, poniendo en crisis los respectivos incipientes sistemas de seguridad
hemisféricos implementados en el marco de la doctrina Monroe y su cre-
ciente proyección imperialista, así como el de la Santa Alianz a encaminado
a conjurar la amenaza de cualquier posible alz amiento revolucionario.
Mientras el éxito no buscado que los griegos obtuvieron en 1823, con el
reconocimiento otorgado bajo el impulso de la diplomacia inglesa, marcó la
conguración inicial del ins tituto de la beligerancia, el fracaso de sus homó-
logos caribeños puso en evidencia una profunda división entre los poderes
constitucionales estadounidenses , ejecutivo y legislativo, como trasfondo de
la voluntad de expansión territorial de su dirigencia que, simultáneamente,
sentaba los funestos precedentes con la anexión de Hawái y la práctica incor-
poración de Cuba bajo su dominio. En ambos casos, las dos insurrecciones
contaron en sus las con sendas personalidades poética s y carismáticos líde-
res militares, cuyos versos y haza ñas bélicas habrían de conferirles tintes de
leyenda y una sin igual potencia evocativa, i nspiradora para futuras luchas
de liberación: a la espléndida gura de Martí, el poeta abnegado y mártir
caído ante las balas del enemigo, corresponde la imagen de Lord Byron, el
romántico embriagado de libertad que no vaciló en ofrendar su juventud,
fama y fortuna en la lucha contra la tiranía otomana, justamente cuando
ambos frisaban los cua renta años; con respecto a la gura del negro Maceo,
el “Titán de Acero” como lo bautizaría la historiografía continental, quien
recibió 25 heridas de sus enemigos y fue un genial estratega que puso en
aprietos unas fuerzas militares numéricamente superiores en más de cien
veces, contrasta Mavrocordatis, “Corazón grande”, el jefe griego que intentó
aglutinar los dispersos líderes helénicos durante la prolongada contienda.
El levantamiento armado de la población cubana contra la domina-
ción española, que se dio entre 1868 y 1878 y es mejor conocido como la
Guerra de los Diez Años, constituyó uno de los casos insurrecciona les más
prolongados en la segunda mitad del siglo XIX. Al anacronismo del sistema
colonial español, sustentado en el postrer régimen esclavista hemisférico
—acompañado de un decaimiento general de la economía peninsular en es e
periodo—, se sumó la circunstancia adicional de la creciente e indiscutible
preponderancia de Estados Unidos como potencia continental, atenta al des-
moronamiento del sistema colonial español (mantenido precariamente en la
vecindad del Caribe), una vez resuelta la propia guerra civil que la desgarró
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durante un quinquenio con ocasión de la aceptación o el repudio de la es-
clavitud1. El g rito de Ya ra, proferido en 1868 por Manuel José Céspedes, en
el que proclamaba la independencia y apelaba a la futura liberación de los
esclavos negros, obtuvo una entusiasta pero diferenciada acogida en el te-
rritorio insular. Mientras el costado oriental de la isla, menos dependiente
de mano de obra esclava y con mayoría de población blanca, fue la zona que
mayor respaldo le brindó y donde se gestó la iniciativa independentista, la
región occidental, por el contrario, centrada en la explotación del azúcar
mediante gran número de molinos y trapiches que contaban con extensas
poblaciones esclavas, mostró menor entusiasmo a consecuencia del natural
temor de sus propietarios ante las promesas abolicionistas. La práctica de
liberar a los esclavos fugados que se pasaban a las  las de los insurrectos, al
igual que las ofertas de liber tad para los aquellos que combatieran en ellas,
evidenció pronto la doble articulación de la lucha por la independencia en
contra de la colonia española y la gesta de emancipación en contra de los es-
clavistas tanto peninsula res como norteamericanos y, no menos, los propios
cubanos, tornándolas fatalmente indisociables.
En un proceso de radicaliz ación progresiva y retrocesos dictados por
las circunstancias, no exento de semejanza s con el de la guerra de Secesión
estadounidense, las vacilantes y en ocasiones contradictorias procla mas abo-
licionistas lanzadas p or Céspedes para aumentar las bases sociales de apoyo
entre la población negra trataron de mantener un riesgoso equilibrio entre
los ideales de justicia, que demandaba la igualdad de los ciudadanos de la
futura república cubana, y los requerimientos de protección, que los intereses
de los grandes propietarios exigían. En ot ros términos, la emancipación de la
esclavitud moduló sus alcances en fu nción de las ganancias estratégicas que
estos permitieran. Fue así como la promesa de manumisión sin ningún t ipo
de indemnización se restringió a aquellos esclavos cuyos propietarios fueran
considerados enemigos de la revuelta, mientras que la misma liberación, en
el caso de los propietarios que la apoyaran, les garantizaba su indemniza-
ción respecto de los esclavos fugados, estos solo serían devueltos en el caso
de que pertenecieran a propietarios amigos de la revuelta. Las tác ticas de los
insurrectos, como la quema sistemática de los molinos azucareros, así como
la liberación de los esclavos, y el despliegue militar emprendido por el Go-
bierno en su contra contribuyeron a la huida de millares de familias cuba nas
1 Siotis, Le Dro it de la Guerre, 90.

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