Cuarta parte: Entre la utopía y el pillaje - Legalidad e imaginación: o de cuán difícil es tomarse los derechos en serio - Libros y Revistas - VLEX 950591356

Cuarta parte: Entre la utopía y el pillaje

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cuarta parte
entre la utopía y el pillaje
Todo el que recibe protección de la sociedad debe algo por
el beneficio, aunque la propia sociedad no se base en un
contrato, ni tenga sentido inventar uno para deducir
de él obligaciones. Vivir en sociedad hace indispensable
que cada cual esté obligado a observar cierta línea de
conducta respecto a los demás. Esta conducta consiste,
primero, en no perjudicar intereses ajenos, o, por decirlo
mejor, ciertos intereses que, por expresa provisión legal,
o tácito acuerdo, deben ser considerados como derechos;
y, segundo, en que cada cual se haga cargo de su parte
(establecida por algún principio equitativo) de labores
y sacrificios precisos para defender la sociedad,
o sus miembros, de daños y molestias.
(Mill, 2013, p. 105)
* * *
La convivencia sólo es posible cuando se limitan los
derechos, aunque vale interpretarlos de la forma más
extensiva posible. El sujeto que pretenda gozar de
los mismos de forma ilimitada, aboliendo cualquier
restricción, hará aparecer grietas en la comunidad.
Ningún derecho es absoluto. Afirmar lo contrario es
130
Daniel al ejanDro Muñoz Valenc ia
contribuir a la desaparición de los derechos. Estos,
justamente, encuentran su sentido en los límites que
la legalidad impone a los miembros de la comunidad.
Poner esos límites no es una cuestión de aritmética.
Se trata de un problema que hay que solucionar con-
tinuamente, pues no es posible hacerlo de una vez y
para siempre. Cualquier solución total que se intente
en este sentido resultará en la aparición de una mons-
truosa utopía. La perfección en el ámbito público es
una cuestión de monstruos, y por eso hay que usar
las imperfectas herramientas de que disponemos para
garantizar la convivencia. Al olvidarnos del principio
elemental de no dañar y no ser dañados ponemos nuestra
cuota de mal en el mundo.
Vivimos sometidos a poderes legales y a poderes
ilegales. Los primeros son los únicos que, hoy, pue-
den conferir derechos. Esos poderes legales también
fijan las condiciones del ejercicio de los mismos. Los
poderes ilegales, antes que defender nuestros intere-
ses, atentan contra los derechos. Obran por fuera del
ámbito formal de la legalidad. Carecen del estatus para
atribuir facultades a los individuos y, sobre todo, del
poder artificial que permite dar sentido a los derechos.
Los ilegales tienen poder, y mucho, pero no pueden
conferir y garantizar derechos. Practican el pillaje, y
en esto a veces se dan la mano con los poderes lega-
les. No hay forma de librarse de los hideputas: los
poderes legales también atentan contra los derechos.
Mas la misma legalidad crea mecanismos para im-
pugnar las actuaciones de los poderes formales: hay
técnicas de invalidación y de reparación que sirven
131Legalidad e imaginación
para el efecto. Esta es una diferencia significativa: el
poder legal está sometido a controles definidos en
la misma legalidad, mientras que el poder ilegal es
incontrolable en su ámbito. Hay que combatir esas
dos víboras: la ilegalidad y la arbitrariedad, tal como
aconsejaba Rudolph von Ihering (2015).
En una sociedad moralmente decente, los poderes
legales priman sobre los poderes ilegales. La defensa
de los poderes legales no comporta la defensa del
ejercicio abusivo de los mismos. El policía que atenta
contra las libertades debe ser censurado, pues ese
atentado lo convierte en un bandido. Cualquier forma
de pillaje es abominable, pero el que se ejerce desde
los poderes formales es la gran afrenta. Estar al tanto
de que los derechos dependen de la legalidad puede
ser poco reconfortante, pero hay que arreglárselas con
eso. Apelar a la historia o a un dato trascendente no
supone, ciertamente, haber encontrado un fundamento
sólido del cual podamos agarrarnos. El ejercicio del
poder entre nosotros es inevitable y, más que hacerlo
desaparecer, propósito en el que podría írsenos el seso,
hay que darse a la búsqueda de formas inteligentes
de limitarlo.
Someter el poder a reglas comporta una apuesta
ética para nada deleznable. Tal apuesta ética cobra
sentido si admitimos la tesis de que la legalidad es
necesaria para preservar los derechos. El uso des-
regulado de la fuerza es el colapso del derecho y,
por tanto, de los derechos. La paz, en este orden de
ideas, se entiende como el no uso desregulado de la
fuerza. El valor que da sentido funcional al derecho,

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