‘¡Mamá, me asesinaron!’ - 18 de Julio de 2014 - El Tiempo - Noticias - VLEX 520175590

‘¡Mamá, me asesinaron!’

–Mi Dios –exclamó Jorge–, fue un sueño de revelación. Si las señales están en su cuerpo, tenemos que mirar la necropsia y solicitar una segunda opinión.

La oscuridad absoluta bajo los párpados y en el centro de la nada un punto, una mancha luminosa que se agita como un lago ante la llegada de un intruso bien recibido. Es un círculo luminoso que destierra la penumbra, que se difumina lentamente para dejar al descubierto, desde su fondo acuático, un bosque de pinos ancestrales, verdes e imponentes. En silencio, descalza y serena, Oneida camina sobre una pradera limpia, salpicada por pequeñas flores blancas, avanza en dirección al bosque, los árboles parecen moverse para abrirle paso a una silueta blanca que se aproxima a ella, se trata de un joven alto, risueño, de piel trigueña, largas pestañas oscuras y mirada dulce. Oneida lo reconoce de inmediato. –No busques más, mamá, las señales están en mi cuerpo –le dijo sin mover los labios. Oneida abrió los ojos sobresaltada. Aún las sombras de la noche envolvían su habitación cuando se puso de pie con cuidado, tratando de no hacer ruido para no despertar a Luis Alonso, que dormía a su lado. Miró el reloj, eran las 2:30 a. m. y sin poderlo evitar, las lágrimas rebeldes rodaron por su mejilla. La frase dicha por su hijo en sueños y desde la distancia infranqueable del más allá, le confirmaba lo que su corazón de madre ya intuía, que Luigi, su amado hijo, no se había suicidado ni había muerto a causa de un exceso alcohólico que lo impulsó a correr de manera alocada para caer en un estrecho caño de paredes de ladrillo. Las palabras dichas en el sueño eran contundentes. Su hijo había sido asesinado y las pruebas del crimen estaban en su cuerpo; en ese cuerpo vigoroso que ahora, desde hacía poco más de siete meses, reposaba bajo tierra en el Cementerio Central de Villanueva (Guajira). En silencio descendió las escaleras y caminó en dirección a la cocina, pensó en volver a la cama, en recuperar ese estado magnífico que le permitía escuchar la voz del hijo que en vida ya no volvería a escuchar jamás, aquella voz amorosa que antes expresaba amor y gratitud, pocas veces enojo, y que hoy, distante y profunda, emergía entre los confines de lo inexplicable, tratando de dar sosiego a su alma atribulada. Encendió la estufa, colocó la tetera llena de agua sobre el fogón, con paciencia soportó los sonidos de la oscuridad que la tenue luz de la cocina no mitigaban; era consciente de que en dos horas se levantaría...

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