Un viaje en tren al Medellín de los años 40 - 17 de Noviembre de 2013 - El Tiempo - Noticias - VLEX 476327506

Un viaje en tren al Medellín de los años 40

Asoman a lo lejos su rubicunda faz, las altas barrancas de Puerto Berrío. El Nare arrojó sobre el Magdalena una ancha creciente. Bajan, volteando con los remolinos, palos, basuras y canoas abandonadas. El Magdalena se arregla y los oficiales hacen optimistas cálculos acerca del viaje. Arrimamos al puerto. Una pandilla de ‘piernipeludos’ sube a bordo. Vienen los equipajeros y las mujeres. El acento antioqueño es una alegría para el oído. Sobre el cemento de los muelles se tumban unos negros perezosos. En el Hotel Magdalena nos espera la frescura de una magnífica piscina, a cuyos lados se formó un jardincillo. Aquí, en el pequeño hall, hay mucho paisa, ganaderos, negociantes paseantes. La vida es activa; el vocabulario, pintoresco; cordial y campechano el trato. Hay una práctica abominable en Puerto Berrío. Los equipajes se someten a riguroso examen por parte de unos agentes de policía en un quiosco que se levantó sobre el muelle. Esta función se cumple en público, a la vista de un corro de mulatos patanes. Las maletas quedan convertidas en un anárquico hacinamiento de ropas maltrechas. Para repasar, observar y palpar con mayor espacio el viaje de Berrío a la Villa, tomo el tren local, que sale del puerto a las seis y media de la mañana y llega a la capital antioqueña a las cuatro de la tarde. Son pues cerca de diez horas de viaje. Este convoy no lleva coches de primera. Un coche de segunda clase, varios de tercera y vagones de carga. El hombre que va a mi lado es, según parece, ingeniero. Un peón le entregó, como se entrega una presea victoriosa, la cajita brillante del teodolito con su trípode doblado, que parece una gran araña balda. Allí va un típico matrimonio de turistas de la clase media. El esposo, moreno y cenceño, viste traje negro de paño. La esposa nos regala la rotundidad de unas redondeces pectorales ocultas tras del luciente abrigo de seda. Dos hijos pequeñuelos brincan por ahí. A aquél sujeto se le murió un hermano en San Roque. Viaja con el propósito de concurrir al entierro. La pena es honda; pero esta hondura no obsta para que mi don se riegue el gargüero con el rico humor del aguardiante a cada parada del tren. Ya comienza a hacer confidencias. –Mi hermano era muy bueno. ¡Muy bueno, eh avemaría! Haberse muerto el pobrecito. Y una lágrima gorda le rueda por la mejilla mantecosa y se le cuela a la boca por donde suelta el pestífero tufo del anís. En Caracolí, el hombre que nos cuida –porque en el coche de segunda clase...

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