Alejandro Obregón: olor a óleo, pólvora y libros - 4 de Junio de 2020 - El Tiempo - Noticias - VLEX 844908374

Alejandro Obregón: olor a óleo, pólvora y libros

JUAN CAMILO RINCÓN* - ESPECIAL PARA EL TIEMPOCon sus manos aún cubiertas por restos de pintura, Alejandro Obregón cazaba babillas en el río Magdalena y entraba a la selva, escopeta en mano, a buscar inspiración en los manglares y en la pólvora recién quemada. Así lo recuerda Manuel Zapata Olivella, quien en los años 50 le dedicó unas cuantas páginas para una crónica publicada por la revista Cromos, inmortalizada en las fotografías siempre precisas de Nereo. Cazar no era su único deleite. El artista también encontraba enorme gusto en la literatura. En su vida siempre hubo escritores, desde su muy conocida relación con el premio nobel Gabriel García Márquez hasta las portadas que diseñó para libros de Meira del Mar, Gonzalo Arango y su gran amigo Álvaro Cepeda Samudio. Para acercarse al demonio siempre hay una primera puerta. En Barranquilla, ese resquicio era La Cueva, "centro de intelectuales y cazadores" -así rezaba el aviso publicitario que circuló por las calles de la Arenosa en los años 60-. Aquel "asilo de locos estridentes", como lo denominó uno de los patriarcas de este averno carnavalesco, Alfonso Fuenmayor, donde en la década de los 50 confluían el arte y los excesos, acogió en las noches de calor infernal a Álvaro Cepeda Samudio, Orlando ‘Figurita’ Rivera, Alejandro Obregón, Cecilia Porras, Enrique Grau y Gabriel García Márquez, entre un extenso listado de orates que llegaban por el whisky y salían sin recordar su nombre. Fuenmayor registró muchas de las historias que sucedieron allí, protagonizadas por quienes buscaban tener el nombre más resonante entre los caídos. Alejandro Obregón luchó por ser reconocido con ese título, hasta el punto de comerse no uno, sino varios grillos. Domados o no, los insectos terminaban en su boca, frente al asombro de sus compañeros de juerga. Fuenmayor despacha la anécdota con hábil prosa, relatando que, una noche de tantas, en su guarida, un saltamontes "se posó suavemente sobre la mesa como si llegara no a un lugar de perdición, sino a su propio hangar. (...) Alejandro, juntando pulcramente el índice y el pulgar de su mano derecha inmovilizó el insecto, ya que entre esos dedos quedaron aprisionados sus remos posteriores. (...) Aunque yo asistía con intensa atención al pequeño drama que se desarrollaba allí, seguramente me distraje un par de segundos. Inmediatamente vi que Alejandro retiraba los dedos de su boca. El saltamontes, así habría dicho el doctor Marriaga, había desaparecido como por...

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