Editorial
Autor | Rafael Ricardo Bohórquez-Aunta |
Cargo | Editor |
Páginas | 9-11 |
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B
astante tinta ha corrido en los últimos años sobre la importancia de la forma-
ción en humanidades y pensamiento crítico para la educación superior. Este
debate, al que asistimos hoy en día prácticamente desde todas las latitudes,
ha demostrado cuán complicado resulta en el ámbito académico e investigativo
un discurso que por su fuerza y tenacidad intenta abrir las perspectivas de análisis
social y que insta a ubicarse, en rigor, en el límite entre una cosmovisión y otras.
Sin embargo, pese a esta dicultad, no son pocos los autores que ya desde la
segunda mitad del siglo pasado han hecho un llamado a este tipo de discursos
que, como contraparte de una suerte de racionalidad dominante en el ámbito de
la ciencia, la instrumental, invitan a recoger y desarrollar otras tradiciones del
pensamiento que parecían condenadas, hasta entonces, al olvido.
De maniesto se encuentra en la comunidad cientíca la cuestión de si las así
llamadas humanidades son ciencias. Y no es para menos este interrogante, pues en
un mundo como el actual, caracterizado por el gran ujo de datos e información,
cualquier cosa puede arrogarse el crédito de cientíca sólo por la aquiescencia
que logre en las mayorías. No obstante, epistemológicamente hablando, parece
claro que una creencia no puede justicarse con base en el consentimiento de
las masas, por más inuencia que represente su participación en la preservación
de un determinado paradigma dominante. Y en este sentido, tan necesitada de
justicación está aquella creencia según la cual solo existe un modelo universal
legítimo de hacer ciencia, como la de que las humanidades sustentan un rigor
cientíco que, en efecto, valida sus conocimientos.
Con Mardones, podríamos decir que la inevitable polémica que aparece cuando
nos adentramos en el campo de las ciencias sociales y humanas, más allá del
hecho de que entre ellas no parece haber un consenso sobre cuál sea su objeto
o método de estudio especíco, conlleva a preguntarnos por los criterios que se
aplican tras el término “ciencia”. En efecto, qué sea cientíco reclama una proble-
matización de las razones por la cuales algo no lo es, y en ese espectro de cosas
caben muchas apreciaciones.
Para empezar, no parece haber una única tradición de pensamiento cientíco. En
su texto, Filosofía de las ciencias humanas y sociales. Nota histórica de una polémica
incesante, Mardones advierte que, “si miramos el panorama de la losofía de la
ciencia, o de la reexión acerca de la ciencia y de lo que tiene que ser considerado
por tal, desde la altura de su historia, se distinguen [al menos] dos tradiciones
importantes: la llamada aristotélica, y la denominada galileana”. En el trasfondo
se encuentra la tensión entre dos posturas, el positivismo decimonónico y la
hermenéutica, que intentan abordar el mundo social de dos maneras diferentes.
Para el lósofo español, el método con el cual la tradición aristotélica, cuya mani-
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