Lo indígena en la obra de Juan Rulfo. Vicisitudes de una “mente antropológica” - Núm. 9-2008, Julio 2008 - Revista Co-herencia - Libros y Revistas - VLEX 69503265

Lo indígena en la obra de Juan Rulfo. Vicisitudes de una “mente antropológica”

AutorJuan Carlos Orrego Arismendi
CargoAntropólogo y Magíster en Literatura Colombiana
Páginas95-110

    Antropólogo y Magíster en Literatura Colombiana. Actualmente es profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia y miembro del Grupo de Investigación y Gestión del Patrimonio de la misma universidad. jorrego@geo.net.co

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La sequía literaria de Juan Rulfo (1917-1986)1 después de la publicación de Pedro Páramo (1955) se ha convertido en un asunto casi mítico, abordado con un entusiasmo más o menos morboso poco dispuesto a reconocer la publicación, por ejemplo, del poema “La fórmula secreta” (1976), el cuento dramático “El despojo” (1976) y la novela corta El gallo de oro (1980), obras asimiladas, apenas, como textos para cine. Aunque el mismo Rulfo se refirió al último escrito como un producto propiamente literario –“después de Pedro Páramo escribí otros relatos, El gallo de oro, que eran, pues, cosas de galleros” (Becassino, 1985:7)–, se ha puesto más atención, para subrayar la idea del vacío creativo, en el carácter apócrifo de obras prometidas por el escritor como la novela La cordillera y los cuentos de Días sin floresta.

El silencio de Rulfo motivó la escritura de un famoso cuento de Augusto Monterroso, “El zorro es más sabio” que, incluido en La oveja negra y demás fábulas (1969), presenta la historia de un zorro escritor que se negó a publicar un nuevo libro después del éxito de los dos primeros: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer” (Monterroso, 1992:92). Federico Campbell ha especulado de otra manera, sugiriendo en Post scriptum triste (1994) que el escritor perdió la voluntad de escribir después de someterse a una terapia electroconvulsiva con la que pretendía combatir su predilección por el alcohol. Sin embargo, posiblemente sea más desconcertante la explicación difundida por el mismo Rulfo: a su juicio, no volvió a producir como escritor por culpa de la antropología, ciencia en cuyo ambiente académico se desenvolvió desde que en 1962 se vinculó como editor al Instituto Nacional Indigenista. En una conversación con Ángel Becassino declara:

Entonces encontré este trabajo de publicaciones, publicaciones antropológicas. [...] Y allí me clavé, me quedé. Como cualquier burócrata. Y en veintitantos años que tengo allí, pues tengo ya una mente antropológica. Ya no pienso literariamente las cosas, sino las pienso en forma antropológica, aunque no me gusta la antropología porque es un terreno árido. [...] Y la antropología me ha impedido escribir literatura. (Becassino, 1985:8)

Algunos textos preparados por Rulfo parecen ratificar esta declaración: por un lado, hay “mente antropológica” en “Los chinantecos de Oaxaca” (1962-1986), una descripción técnica de los aspectos más destacados –desde el entorno geográfico hasta problemas sociales– de la vida de un pueblo indígena vecino al río Papaloapan; así mismo, en “Dónde quedó nuestra historia” (1983), una conferencia en la que, con la idea de arrojar luces sobre la historia del estado de Colima, se describen las complejas migracionesPage 97 y tránsitos culturales precolombinos que tuvieron lugar sobre buena parte del territorio mexicano, y en “Sahagún y su significado histórico” (1985), un prólogo en el que reconoce al monje como “antropólogo innato” y “gran lingüista” (Rulfo, 1997:440)2. Pero hay también pruebas de que para Rulfo la ciencia del hombre era un “terreno árido”, no practicado con entera pericia. La descripción de la vida chinanteca es evidentemente fragmentaria, caprichosamente selectiva en los datos referidos en cada uno de sus ítem –el “Estado cultural” se reduce a rápidas noticias sobre el vestido, la disposición de la vivienda y la religión–, así como la radiografía histórica de Colima se anega en la confusión con que el autor refiere los flujos migratorios de incontables pueblos sobre diversos sectores de suelo mexicano; allí, la velocidad de la exposición no permite tener una clara visión de conjunto del problema abordado.

Es verdad que esa austeridad académica poco tiene que ver con la obra narrativa clásica de Rulfo –El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo– caracterizada por un deliberado uso de la primera persona, la focalización interna y los usos lingüísticos vernáculos. Y si lo antropológico ha de entenderse, en un sentido muy convencional, como un interés por las cosas indígenas3 –como una obligación etnográfica y etnológica que distrae de la labor creativa propiamente dicha–, tal manifestación, efectivamente, aparece con precariedad –dispuesta apenas a modo de salpicaduras– en una revisión a vuelo de pájaro de las páginas literarias: en “El Llano en llamas” se alude rápidamente a indios – tepehuanes, güeros, entre otros– reclutados por los escuadrones revolucionarios: nativos descritos con fugaz curiosidad por un narrador a quien alternativamente llaman la atención su estoicismo, su recelo o su vulnerabilidad ante los influjos climáticos. También, en aquel cuento se refiere la hostilidad con que los indios de Cerro Grande reciben a los bandoleros: “ya no nos querían. Dijeron que les habíamos matado susPage 98 animalitos. Y ahora cargan armas que les dio el gobierno y nos han mandado decir que nos matarán en cuanto nos vean” (Rulfo, 1985:52)4. En “Paso del Norte”, aventureros mexicanos en la frontera con Estados Unidos creen haber sido atacados a balazos por apaches, “unos que así les dicen y que viven del otro lado” (p. 81). Mientras tanto, en Pedro Páramo una escena en la alcoba de Susana San Juan –enferma y confortada por Justina–, se ve preludiada por una descripción de ambiente en que, entre otras imágenes y menudas ocurrencias, se informa de una tentativa de mercado de los indios de Apango, devotos de la Virgen y frustrados en su comercio de hierbas silvestres a causa de la lluvia torrencial que cae sobre Comala.

Aparentemente, pues, y en cierto sentido, el Rulfo de la ficción es casi ajeno a lo indígena. Pero algunos hechos permiten dudar sobre eso casi al mismo momento de ratificar una apatía étnica, esto es, de aceptar como causal o rutinariamente escenográfico el inventario de alusiones a lo indio del párrafo anterior. Inicialmente, y sólo de un modo muy general, considérese el concepto de Reina Roffé sobre la tendencia de Rulfo a mentir cuando se le recababa algún testimonio sobre su vida o pensamiento: “se convirtió en una especie de juglar moderno [...] dando rienda suelta a su imaginación y ofreciendo versiones distintas, incluso arbitrarias, de ciertos hechos, porque la verdad no importaba demasiado” (Roffé, 2003:13). La sospecha, entonces, es obligatoria: ¿realmente ve Rulfo en los temas indígenas un obstáculo para su natural desempeño como literato? Posiblemente no, dado que su conocimiento de lo indio habría iniciado desde la misma infancia: su padre, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, se desempeñaba como confirmador de indios. También son testimonio contundente las fotografías tomadas por el escritor entre, aproximadamente, 1940 y 1955 (algunas divulgadas ya entre 1949 y 1952, esto es, antes de la aparición de El Llano en llamas), muchas de ellas interesadas porPage 99 rostros indígenas, escenas de la vida nativa y ruinas del esplendoroso pasado azteca.

Si se trata de trascender lo que parece apenas anecdótico, vale la pena reparar en una reflexión de Martin Lienhard, quien pondera la dimensión antropológica de la ficción de Juan Rulfo a partir de las manifestaciones latentes de lo indígena en Pedro Páramo, en una modalidad de lectura que el crítico llama “trasterrana”, por creer que en ella se descubre la sobrevivencia de valores culturales amarrados a la tierra desde tiempos ancestrales. Escribe Lienhard:

Una lectura superficial, pero atenta a los elementos “antiguos” de Pedro Páramo descubre, a nivel temático, la abundancia de motivos vinculados a creencias y ritos populares de México, más que nada a las concepciones respecto a la muerte y la vida de ultratumba. Sólo en la penúltima secuencia de la novela (la de la muerte de Pedro Páramo,) se insinúa 1) que la muerte de una persona se percibe a distancia, 2) que uno puede entregar mensajes a los muertos antes de que se enfríe su cuerpo, 3) que las oraciones sirven para rechazar el demonio que anda suelto; todavía, 4) se ofrece una pequeña lista de enfermedades “folklóricas”: el “mal de ojo”, los “fríos”, la “rescoldera”. Las “almas en pena” son una presencia constante en Pedro Páramo, y el narrador-protagonista Juan Preciado muere [...] del “susto”, quizá la enfermedad “folklórica” más prestigiosa. El conjunto de este tipo de elementos configura una especie de etnografía del campo mexicano. (Lienhard, 1990:276-277)5

Más allá de estos rasgos indígenas generales, Lienhard destaca dos puntos en común entre la novela de Rulfo y las tradiciones mesoamericanas. Inicialmente, compara el viaje de Juan Preciado a Comala con el viaje de Quetzalcóatl al Mictlan o reino del señor de los muertos, según como se consigna en el códice náhuatl de Cuauhtitlan (1558). Quetzalcóatl también busca a su padre entre los muertos, y en medio de la...

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