La ciudad maldita de Zaratustra o el apocalipsis de la modernidad - Núm. 6-2007, Enero 2007 - Revista Co-herencia - Libros y Revistas - VLEX 76690578

La ciudad maldita de Zaratustra o el apocalipsis de la modernidad

AutorManuel Bernardo Rojas López
CargoHistoriador, especialista en Semiótica y Hermenéutica del Arte, y Magíster en Estética de la Universidad Nacional de Colombia mbrojas@unalmed.edu.co
Páginas44-63

Historiador, especialista en Semiótica y Hermenéutica del Arte, y Magíster en Estética de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente es profesor Asistente de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín; adelanta estudios de Doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid.

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Zaratustra odia la ciudad, Zaratustra tiene a la ciudad como uno de sus más encarnizados enemigos, aunque bien podría decirse que allí estaría una de sus más profundas esperanzas. 1El inicio de su prédica se hace a costa del rechazo de la ciudad. Allí habita la chusma, el pueblo; allí se encarna la democracia y allí se manifiestan, como en ningún otro lugar, los predicadores de todo aquello que es contrario a sus discursos, en los que se anuncia el superhombre, se enuncian misteriosamente el eterno retorno y la voluntad de poder, y se denuncian los valores que han soportado nuestro mundo, proponiendo su alteración o transvaloración; es decir, en la ciudad está el terreno de los sacerdotes, de los metafísicos, de los cristianos, de los pusilánimes y enemigos de la vida que sirven, alimentan y sostienen la chusma, el pueblo y todo aquello que la Modernidad ha engendrado, que no es más que una vuelta de tuerca del cristianismo. La ciudad, en otras palabras, está en lo bajo mientras Zaratustra está arriba; él mira como el águila y abajo, por qué no, están las presas que pueden ser devoradas.

Por momentos esas ratas parecen conmoverlo, por momentos parece que un hálito de compasión, de compasión cristiana -y parece más bien el hijo del pastor y predicador, antes que el fundador de morales quien habla2- le hace bajar de sus cumbres, y justo en uno de esos momentos de debilidad predica a la multitud en el mercado (en donde se intercambian mercancías y dinero, pero también palabras que son como mercancías), en donde su decir cae en tierra estéril, porque la única altura que la multitud mira es la del volatinero que está a punto de morir en medio de su espectáculo.

El ir, el caminar hacia abajo (Untergeherí) es descender, es decaer, es abajarse, es finiquitar el momento de sol y entrar en su ocaso, en su crepúsculo; la ciudad es el lugar de la decadencia y del fin, y sin embargo él ha cometido la imprudencia de ir hasta la plaza a predicar el superhombre, a anunciar la muerte de Dios, pero también la muerte del hombre, y por tanto, la necesidad de pensar de otra forma, desde otra perspectiva allende los humanismos que han revestido de religiosidad a un Page 45 ser que no es más que una contingencia de la naturaleza que está entre el mono y el superhombre.

La ciudad como decadencia, la ciudad como centro de perdición. Así, la Vaca Multicolor (die bunte Kuh), que es el nombre de la ciudad (y que evoca a Kalmasadalmyra, la ciudad India que visitaba Buda con frecuencia), es un lugar de perdición o al menos de decadencia; allí, como en la más pura tradición cristiana, la ciudad se convierte en el sitio donde la verdad corre peligro, así sea aquella que anuncia que nuestras más caras verdades son ficciones, que en últimas podría ser lo dicho por Zaratustra. La ciudad de murallas, tal como la describe Nietzsche en distintos pasajes de su obra, no es un terreno fértil, no es el lugar abonado para sus doctrinas innovadoras; la ciudad, tal como se manifiesta en la tercera parte del texto, debería ser consumida por "columnas de fuego" (Nietzsche, 1883-1892, p. 255) y, por tanto, debe pasarse de largo, dejarla a un lado. La ciudad, en tonos apocalípticos, produce náuseas ya que en ella no hay nada para mejorar ni empeorar; allí habita el "mono de Zaratustra" que parece su comedia y su farsa, que dice como si fuese Zaratustra, pero no es más que su mueca y su grotesca caricatura simiesca. La escena de la ciudad, por tanto, revela que Nietzsche no se ha movido un ápice de la tradición occidental que condena y execra la urbe y todas las urbes. Y no se ha movido, hasta el punto de que la tiene que imaginar como lo que ya, en el Occidente industrializado, tiende a no ser más que vestigio; la imagina con murallas y puertas, como el sitio de donde se sale y se entra. En otras palabras, Nietzsche no considera el hecho de que aún en Basilea, y él lo ha visto, los vestigios medievales poco a poco desaparecen en aras de una ampliación de la ciudad, en pro de una necesaria modernización.

Si Zaratustra, o Nietzsche, es un crítico de la Modernidad, lo cierto es que no se dio cuenta de que las ciudades no eran ya esos espacios sagrados que se erigían alrededor de un centro omfálico, sino lugares de tránsito, de pasaje, de Ubergang (pasar al otro lado por encima de algo, pero también de transición)3. Una transición, empero, que no conduce Page 46 a una meta superior, sino que reivindica el hecho en sí de ese transitar. Nietzsche mismo era un transeúnte que se valía de esos puntos de apoyo y tránsito que son las ciudades. Basilea, Roma, Venecia, Turín (lugar de su ocaso definitivo) y aun las pequeñas poblaciones -encarnación de lo urbano, no por su tamaño sino por el hecho mismo de ser lugar de llegada y de partida- como Naumburg, Bayereuth, Sils-Maria... Iba, en trenes, barcos y en coches tirados por caballos que hacían de las urbes lugares de llegada y de salida. Si se perdía en la montaña en paseos solitarios, en largas temporadas estivales e invernales, lo hacía porque las ciudades estaban como su refugio; podía pensar un viaje al desierto, podía ser un eremita, pero porque siempre tenía el refugio de la ciudad. Muros, sin duda, eran lo que menos contaba ya en las nuevas realidades urbanas que el siglo XIX fue imponiendo, sobre todo a partir de su segunda mitad; muros eran los que querían levantar algunos proyectos utópicos, pero que por eso mismo mostraban su ineficacia, ya que eran impotentes para pensar reticularmente, y, en vez, la autarquía era su condición y su sueño.

Pero, ¿y si fuesen otros muros los que pensaba Zaratustra? En ese caso la metáfora de la ciudad maldita hablaría de otra cosa distinta al ocaso por destrucción bíblica; acaso el muro sería un símbolo -y por qué no pensarlo así, si el libro de Zaratustra está plagado de ellos- que indicaría lo que dentro de la ciudad acontece y sus efectos; el muro estaría en los intangibles alcances de aquellos que con sus palabras y sus actos, frenan la aparición del superhombre y de su tragedia, que frenan tiempos con otras formas de valorar y de considerar la vida. El muro, las murallas no serían, pues, la construcción física, sino la dimensión moral que cada uno ha construido en sí, o más aún, aquello que le ha sido dado como su herencia y su maldición. El limes de la ciudad estaría en todas partes y en ninguna, sería un algo inmóvil pero, al mismo tiempo, móvil; sería un lugar sin límites, porque allí en donde hubiese un hombre, la gran muralla estaría puesta y ganaría terreno. ¿Pero es eficaz una construcción de tales características? Las murallas se hacen para defender, para impedir la entrada y para cribar a quienes quieren traspasar esa frontera; la muralla de una ciudad es un obstáculo, un impedimento, pero también es una membrana, es decir, también tiene un punto por el cual se flanquea, por donde el enemigo puede llegar y arruinar la ciudad. Protege al que está adentro, pero su altura amedrenta a quien viene de afuera. La muralla permite a la ciudad exhibir el carácter de caverna, de ente protector, de cobijo y de seguridad. Siendo así, ¿no es acaso Zaratustra un ser de la caverna, que habita en ella, que vive en una alta caverna en la cima de una montaña? La ciudad es caverna, Page 41 pero la guarida de Zaratustra también lo es. Las verdades del fundador de lo moral se hacen en el cobijo del lugar oscuro, pero, ¿es ello óbice para pensar que en esa otra caverna, de paredes de ladrillo y piedra, no haya también unas verdades? La caverna es necesaria, es el refugio que el pensamiento occidental ha condenado desde Ratón, como el lugar en donde la gente se entretiene en simulacros, en falsas apariencias, en lo verosímil; por eso, Zaratustra, antiplatónico, hace de la caverna el lugar en donde se da la verdad, y lo hace aún a costa de negar las "verdades" que esa otra caverna llamada ciudad, protegida por muros, engendra en el intercambio de la plaza y el mercado. Las verdades de la ciudad son endebles, son efímeras; las de Zaratustra, con su tono de profeta, por el contrario, quieren ser firmes. Como San Pablo en el agora, Zaratustra corre el riesgo de que aquello que dice sea puesto en entredicho, y por eso maldice la Vaca Multicolor.

Me produce náuseas también esta gran ciudad, y no sólo este necio. Ni en uno ni en otro hay nada que mejorar, nada que empeorar.

¡Ay de esta gran ciudad! ¡Yo quisiera ver ya la columna de fuego que ha de consumirla!

Pues tales columnas de fuego deben preceder al gran mediodía. Mas éste tiene su propio tiempo y su propio destino.

Esta enseñanza te doy ati, necio, como despedida: donde no se puede continuar amando se debe pasar de largo.

Así habló Zaratustra y pasó de largo junto al necio y la gran ciudad. (Nietzsche, 1883-1892 p. 255)

Pero pasar de largo, de hecho, es la experiencia urbana por excelencia. Pasar de largo es no sólo la posibilidad del viajero por el desierto o el bosque, sino la rutina del urbanita que no se detiene en ningún lugar, que mira sin mirar, que contempla efímeramente. Al contrario del viajero, del que va cruzando el bosque o el desierto, que hace de la ciudad su oasis, el transeúnte urbano puede recorrer toda la ciudad sin detenerse en ningún lugar; puede deambular, con la mirada atenta en lo efímero, tal como lo había hecho Baudelaire unos años antes en el París decimonónico, del cual Nietzsche tenía referencias -como buen hombre culto de su época- pero a donde nunca fue.

Tal vez, Nietzsche veía en la Modernidad y en las ciudades su encarnación, como un modelo demasiado firme, sin fisuras, y no descubría las viejas y nuevas verdades de las ciudades de...

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