Treinta años de aspiraciones constitucionales de paz para el cambio social - Núm. 172, Julio 2021 - Estudios de Derecho - Libros y Revistas - VLEX 873589575

Treinta años de aspiraciones constitucionales de paz para el cambio social

AutorJuan Carlos Ospina/David Fernando Cruz
CargoProfesor de Cátedra y doctorando en derecho de la Universidad de los Andes, Colombia/Profesor de Cátedra y doctorando en derecho de la Universidad de los Andes, Colombia

“Pocas veces ha sido tan cierto que estamos reformando para pacificar. A la violencia, el odio y la impunidad, le hemos opuesto la transformación pacífica, la reconciliación y la justicia. La tarea, claro está, aún no culmina. Ahora, tenemos que demostrar que aquello que soñamos, aquello por lo cual tanto luchamos, no solo es posible en un texto constitucional, sino también en la realidad”.

César Gaviria Trujillo, 4 de julio de 1991.

Introducción

El presente artículo aborda una de las materias más gaseosas de la construcción constitucional de 1991: la paz. La razón de su estado gaseoso se deriva de las pocas delimitaciones constitucionales y las amplias aproximaciones que desde el derecho y la política han capturado las vías de su concreción. Hacer realidad la paz exige la unión de perspectivas transdiciplinarias, compromiso social y apuestas siempre incompletas, en la vía de la utopía.

Las aspiraciones constitucionales incluidas en el texto de 1991 son las respuestas a la situación distópica en la que se encontraba el país. El conflicto armado, la incapacidad estatal y la debilidad democrática, que alimentaba, a su vez, la violencia política, eran elementos indeseables que debían superarse con ayuda del texto constitucional. Los contrastes en estas materias son complejos dada la continuidad de la violencia y los problemas que enfrentan las democracias en la actualidad, pero necesarios para marcar un antes y un después constitucional.

La promesa de cambio social, impulsado por amplios sectores y apoyado por las élites en el poder, se consolidó en el texto constitucional. El proceso enfocado en cambiar la estructura del sistema social, a pesar de mantener algunos de sus elementos, motivó nuevas actitudes y expectativas frente al Estado y el derecho. Las consecuencias en el funcionamiento del sistema social, derivadas de los cambios institucionales estructurales incluidos en la Constitución, afianzaron la confianza en transformaciones cercanas. Sin embargo, el cambio social derivado de una Constitución toma el tiempo que tome la consolidación del compromiso social y la construcción de vías de materialización. El adagio popular diría: “todo el mundo habla de paz, pero nadie se compromete”.

De acuerdo con lo anterior, aunque los procesos constituyentes son en esencia escenarios de quiebre institucional, político y jurídico, el cambio social no se produce automáticamente. El mantenimiento del elenco, así como de sus capacidades y actitudes, y la concentración del poder, especialmente el presidencialismo y las políticas que hacen cíclica la desigualdad, relativizaron el cambio social derivado de la Constitución. Igualmente, el encause institucional de los conflictos sociales se fue desbordando, como se ha planteado una y otra vez en relación con la mora judicial, y la permanencia de la violencia se fue haciendo más clara. La garantía de no repetición es la aspiración última de la Constitución para la paz.

Con estas consideraciones preliminares, a continuación, analizaremos los escenarios y alcances de las aspiraciones constitucionales para la paz y el cambio social. Para ello, en una primera parte reconstruimos la comprensión de la constituyente y la Constitución para la paz. Luego, abordamos lo que denominamos el conflicto de aspiraciones, derivado de las diversas aproximaciones sobre el derecho a la paz y su posible convergencia. Finalmente, presentamos algunas razones para la esperanza y la desesperanza en el cambio social para la paz.

  1. La constituyente y la Constitución por la paz

    La Constitución de 1991 surgió como respuesta a la desesperanzadora marcha de la violencia. Desde los años 60 se empezaron a gestar las fuerzas que décadas después impulsarían la transformación constitucional. A las espaldas del Estado empezaban a tomar más fuerza y relevancia una variedad considerable de grupos armados. El M-19 trasladó el telón de operaciones subversivas, de los campos y montañas, a las ciudades del país, alertando a la clase urbana sobre las nuevas dimensiones del conflicto. Por otro lado, las gestas de los apodados mágicos se empezaban a visibilizar en la sociedad. Al principio fueron solo unos relatos curiosos y excéntricos de nuevos millonarios, después saltaron a carteles de alcance nacional liderados por carismáticos narcotraficantes que terminarían cautivando y absorbiendo la lealtad de diversos sectores de la población (Duncan, 2015).

    A su vez, los años previos serían de infancia para una generación urbana que no comprendía las raíces ni los alcances del conflicto4 . Vivían en un país relativamente tranquilo que a hurtadillas les permitía explorar su juventud (González Jácome, 2019; Lemaitre, 2009). Posteriormente, esta misma generación sería la que caracterizaría realmente al país, no el violento que se presenta comúnmente, sino el de la huida ante la guerra (Lemaitre, 2019) y el del silencio (De Gamboa y Uribe, 2017).

    El 6 de noviembre de 1985, ante los ojos de una generación que apenas tomaba conciencia de la escala del conflicto en el que estaba inmerso su país, un grupo de guerrilleros del M-19 se tomó el Palacio de Justicia en el centro de Bogotá, en la denominada operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre. La reacción del ejército fue feroz: a las pocas horas del inicio de la toma se posicionaron una fila de tanques en la Plaza de Bolívar que terminarían disparando contra uno de los costados del edificio. El Palacio ardió, el fuego no cesó. La toma y retoma del Palacio inauguraron una espiral de violencia que alcanzó también a los funcionarios del Estado y la clase política. Policías, defensores, ministros y candidatos presidenciales, entre otros, murieron y una generación tomó el exilio como huida digna ante el horror. La sensación de que todo en el Estado estaba en riesgo era generalizada.

    En 1988 se impulsó desde el Gobierno nacional un programa de cambio constitucional a través de referendo que no despertó simpatía entre los líderes políticos5 , pero que luego logró un acuerdo político entre liberales y conservadores. Parte de esta reforma incluía, por primera, vez la figura de la Corte Constitucional y buscaba un soporte democrático para empezar un proceso constituyente. El palo en la rueda fue el Consejo de Estado que consideró que el acuerdo político celebrado era un acto administrativo preparatorio del referendo, que a su vez era un mecanismo que no contemplaba la Constitución para su cambio, por lo que resultaba inconstitucional6 (Fonnegra González, 1988).

    El asesinato de Luis Carlos Galán, la noche del 18 de agosto de 1989, multiplicó la indignación social. No fueron los votos sino las balas las que pusieron fin a su carrera política. Su muerte fue el catalizador de la exigencia de cambio -en parte porque su muerte simbolizaba muchas más7 -. Cuando su cuerpo cayó en la plaza de Soacha, se levantó una generación en el país. Las calles se inundaron de estudiantes que marchaban en contra de la violencia.

    La potencia del movimiento estudiantil radicó en la alegría y la esperanza, como diría Catalina Botero 28 años después8 . Mientras que las élites desconcertadas no podían reaccionar a los ataques del narcotráfico, los estudiantes se organizaban en distintas universidades para pedir un cambio. Al principio, marcharon en silencio, después discutieron y en el calor del intercambio de opiniones empezó a tomar fuerza la idea de que se necesitaba una profunda renovación constitucional9 (García Jaramillo, 2015; Lemaitre, 2009). Un pacto para frenar la violencia.

    La fallida reforma de 1988 allanó el camino del movimiento estudiantil. La necesidad de un cambio constitucional ya se había posicionado en la opinión pública y se conocía su principal obstáculo: la resistencia jurídica al cambio de la Constitución de 188610 debido a su rigidez11 . Sin embargo, las circunstancias políticas habían variado. Ya no era el presidente quien impulsaba el cambio constitucional, sino un movimiento estudiantil que se tomaba las calles del país y que con su voz refrescante no fijaba límites al cambio.

    Con todas estas piezas alineadas, Colombia dio un paso hacia un proceso constituyente por rutas democráticas12 . El movimiento estudiantil movió la campaña de la “séptima papeleta”, buscando la inclusión voluntaria por parte de la ciudadanía de una papeleta en las elecciones del Congreso de 1990 para demostrar el apoyo popular a una Asamblea Nacional Constituyente. La Corte Suprema de Justicia, a su turno, declaró constitucional el Decreto Legislativo 1926 de 1990, que convocaba la Asamblea Nacional Constituyente (Quinche Ramírez, 2008). Paradójicamente, este decreto lo había expedido el presidente de la República en virtud de uno de los problemas de la Constitución de 1886: el Estado de sitio13 (González Jácome, 2015; Valencia Villa, 1987). Los viejos problemas parecían abrir la puerta a las nuevas soluciones.

    La Asamblea Constituyente se instaló el 5 de febrero de 1991. Durante su funcionamiento no cesaron los hechos de violencia en el país, lo que se reflejó en varias intervenciones de los constituyentes que resaltaban que mientras ellos discutían muchos colombianos sufrían la violencia y la injusticia. La emergencia de la violencia sirvió como consenso político para elevar la necesidad de que la Constitución sirviera como un pacto de paz. Lemaitre (2012), en un corto pero potente estudio sobre la paz dentro de la Asamblea califica el consenso entre los constituyentes y, por ende, de la Constitución como un pacto de paz, como la paz retórica14 . En palabras de Lemaitre (2012):

    Así por ejemplo en la transcripción de los debates del artículo 22 en la Comisión Primera (pues el debate en Plenaria sobre este artículo es escaso) surge una concepción dominante de la paz que podemos llamar la “paz retórica”, aquella de la cual todos están convencidos es el fin último de la Asamblea: la paz como propósito de toda la sociedad. Allí representantes de diversas corrientes ideológicas, tanto...

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