Discurso del doctor Bernardo Trujillo Calle, con ocasión del otorgamiento del título de Doctor en Humanidades, Honoris Causa, a los profesores Gilberto Martínez Rave, Jairo Uribe Arango y Bernardo Trujillo Calle, pronunciado por éste, el día 21 de octubre de 2005, en nombre de los homenajeados. - Núm. 3, Diciembre 2005 - Ratio Juris - Libros y Revistas - VLEX 52072984

Discurso del doctor Bernardo Trujillo Calle, con ocasión del otorgamiento del título de Doctor en Humanidades, Honoris Causa, a los profesores Gilberto Martínez Rave, Jairo Uribe Arango y Bernardo Trujillo Calle, pronunciado por éste, el día 21 de octubre de 2005, en nombre de los homenajeados.

AutorBernardo Trujillo Calle
Páginas9-15

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Señor Presidente de la Universidad

Doctor Luciano Sanín Arroyave

Señor Rector

Doctor Jairo Uribe Arango

Señor Presidente del Consejo Superior

Alfonso Tito Mejía, y demás Miembros del Consejo.

Señor Vicepresidente de la Universidad

Doctor Antonio Puerta

Señores Vicerrectores

Doctores José Raúl Jaramillo y Aníbal Vélez

Señor Decano de la Facultad de Derecho

Doctor Fernando Salazar y Señores Decanos

Señores Miembros de la Sala de Fundadores

Señores Miembros de la Comisión Permanente

Señores Profesores

Señores Funcionarios

Apreciados Estudiantes

Rosa y querida familia

Compañeros Rector Jairo Uribe Arango y Gilberto Martínez Rave

Amigas y amigos que nos acompañan esta noche:

Cuando recibí la carta del Consejo Superior de la Universidad en la cual se me comunicaba el alto honor que nos iba a dispensar al rector Jairo Uribe Arango, al compañero de fundación y de cátedra Gilberto Martínez Rave y a mí, confiriéndonos un Doctorado en Humanidades Honoris Causa, pensé en el primer momento en la seriedad del compromiso y en la forma de agradecerlo de la mejor manera, hablando desde este Claustro benemérito todo aquello que de lo más profundo me brotara espontáneamente; que dijera lo que ha sido durante estos casi ocho lustros desde su nacimiento y a lo largo de su penoso trasegar por el mundo de la cultura superior, hasta su brillante situación actual que, pese a no descollar por una numerosa población estudiantil y profesoral, sin embargo no ha cedido los espacios que duramente ha conquistado, los cuales conserva y expone al reconocimiento público regional y nacional de nuestros compatriotas.

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Mis compañeros de homenaje, por una bondadosa atención suya, convinieron que fuera yo quien llevara la palabra a nombre de los tres, y esa es la única razón por la que he asumido este honroso compromiso, haciendo acopio más de mi buena voluntad, que de mis personales merecimientos para la solemne ocasión.

Quise también en aquel momento hallar un motivo que me permitiera escribir unas palabras, intentarlo por ejemplo, alrededor de lo que ha sido mi brega individual, que es muy probable la misma que a todos nos cobija, haciendo remembranza de aquellas épocas en que nos desempeñábamos como jueces de algunos municipios del Departamento en los días iniciales de esta ya larguísima carrera de nobles empeños, probándonos a fondo en la ritualidad de los procesos y en la templanza de las que serían las primeras sentencias, obra de jóvenes abogados en los variados ámbitos de aquella promiscuidad -civil, laboral, penal- azarosa y retadora a la vez. Particularmente, y estoy hablando sólo en mi nombre en este caso, concluido el corto periodo de la judicatura, mi entrada al litigio fue primero en ese universo espectacular del derecho penal, en el cual no hay horizontes límites que confinen esa ciencia debido a su vastedad que trasciende las fronteras de lo material, de la norma escrita, para adentrarse en el alma humana, en la psiquis del infractor. Se hablaba entonces de las Escuelas Clásica y Positiva (no sé cuál será el lenguaje científico que los penalistas de hoy utilizan y si sobreviven al paso de los tiempos igual que las figuras estelares de Ferri y Carrara o si han sido sustituidas por otras corrientes del pensamiento científico y por otros grandes autores de figuración mundial). Confieso que mis lecturas quedaron estancadas en los manuales elementales de nuestros profesores Samuel Barrientos, Luis Eduardo Mesa y Gustavo Rendón, pero nos solazábamos leyendo esporádicamente las defensas de Gaitán y Carlos Lozano. Por cierto, no fue larga mi experiencia en estos rumbos y concluyó casi dramáticamente por un episodio del cual -como dijera un autor- no quiero acordarme, de suerte que mi ingreso a los predios del derecho civil y mercantil, que eran los más queridos de mi esposa y compañera Rosa, fue a remolque de la desgraciada circunstancia dicha. Y heme aquí, desde entonces. Desde hace aproximadamente medio siglo en pleno ejercicio de esta inigualable y nunca bien ponderada profesión de abogado que nos enaltece y colma de sincero orgullo. Pero cuando digo que aquí estoy, no es solamente en el bravo trajín del ejercicio como mandatario, sino de cuerpo entero metido en la academia como catedrático o directivo en las universidades de Medellín, de Antioquia -mi Alma Máter-, en la Bolivariana y en algunas más de diferentes ciudades del país a donde he llegado a prestar mis servicios en la docencia.

Nos colma de orgullo sincero, digo, porque pienso que paralelamente a la vida profesional de quien les habla, también han transcurrido las vidas de mis dos ilustres compañeros, el rector Uribe Arango y el catedrático y autor Martínez Rave, dentro del nobilísimo empeño de hacer que la abogacía se mantenga en el nivel académico más alto, sin perder los trazos que los maestros precursores consagrados le han señalado con su impecable ejemplo a lo largo de los siglos, haciéndola digna del respeto general por los humanos contenidos éticos que la imbuyen como algo consustancial, como componente inescindible de su razón de ser, sin el cual habrían fracasado en su intento los forjadores de la profesión. Por eso la idea que tenemos algunos miembros activos de la abogacía de lo que es ser un abogado, no es la cruda de su definición etimológica, y de allí que tampoco nos detengamos en examinar sutiles diferencias conceptuales de lo que es el jurista, el letrado, el togado, el doctor en leyes, el licenciado. No es esa simplista y llana acepción de abogado que trae el diccionario de la lengua, por ejemplo, la que nos pueda convencer a quienes de verdad le rendimos el culto inextinguible de nuestra pasión sin límites a la profesión. Ni tampoco a las igualmente elementales que nos identifica como licenciados, doctores en jurisprudencia o juristas, porque el tema es más profundo y no se detiene en el mero diploma que la universidad confiere como un ritual de origen reglamentario.

Un ilustre abogado ha escrito que «la abogacía no es una consagración académica, sino...

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