La cátedra armada y desarmada - Los saberes de la guerra. Memoria y conocimiento intergeneracional del conflicto en Colombia - Libros y Revistas - VLEX 857331706

La cátedra armada y desarmada

AutorAriel Sánchez Meertens
Cargo del AutorAntropólogo de Universidad Nacional de Colombia con maestría en Estudios de Conflicto y Derechos Humanos en la Universidad de Utrecht (Países Bajos) y doctorado en Antropología de la misma universidad
Páginas57-100
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CAPÍTULO 1. LA CÁTEDRA ARMADA
Y DESARMADA
Lo que uno finalmente sabe o recuerda es lo que uno allá,
en ese momento, logró formarse, interpretar o descifrar
en una operación de juntar cosas y acontecimientos, de
interpretar gestos y signos.
(Gonzalo Sánchez)
Desplazarse es también desorientarse en el tiempo.
(Donny Meertens)
A mi padre, nacido en una de las cunas del bandolerismo en Co-
lombia, jamás le enseñaron sobre La Violencia en la escuela. La
cuestión no era muy distinta en casa, porque los niños eran obli-
gados a retirarse apenas los adultos tocaban el tema. Sin embargo,
imágenes cuasi míticas, como la del legendario caballo blanco de
Chispas, permeaban esos bloqueos generacionales; como también
lo hacían las muy reales imágenes de mulas cargando muertos, o
los supuestos ritos de iniciación para poder ingresar a algunas de
estas bandas, que incluían —según le contaban sus hermanos—
beber la sangre de su primera víctima. Por lo demás, mientras los
adultos impedían la participación infantil en las discusiones y los
relatos de la guerra, los niños salían al anfiteatro del pueblo para
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Ariel Sánchez Meertens
averiguar quiénes eran los muertos del día. Hoy me pregunto si lo
hacían justamente debido a la censura de sus padres. Así, muchos
de los saberes juveniles de ese entonces se forjaban sobre lo visto
y sobre la intuición, en un juego de “interpretar gestos y signos”
tejidos entre la experiencia y la fantasía.
Mi madre nació en Rotterdam (Países Bajos), un año después del
fin de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual la fuerza aérea
alemana bombardeó el centro de la ciudad. Ella hizo parte de una
generación que creció jugando entre las ruinas, y aunque no vivió
rodeada de manifestaciones de violencia como mi padre, también
experimentó cierta censura oficial. Esto porque la administración
de la ciudad había decidido enfocar sus esfuerzos en la reconstruc-
ción urbana, en un proyecto de ciudad que no contemplaba mirar
hacia atrás. Pero a pesar de pertenecer a ese gobierno municipal,
mi abuelo no extendió tal censura al ámbito familiar y, por el con-
trario, transmitió historias que también parecen habitar entre la
fantasía y la realidad, aunque de un modo muy distinto a como le
ocurrió a mi padre. Así, por ejemplo, mis abuelos le contaban a mi
madre que por los días inmediatamente posteriores al bombardeo
era muy peligroso ir al centro de Rotterdam, no solo por los restos
de edificios en llamas o a punto de colapsar, sino por la cantidad
de animales salvajes —leones, tigres, elefantes, rinocerontes— que
merodeaban por las calles como resultado del también bombardeado
zoológico de la ciudad. Mi mamá no recuerda los momentos en que
le contaban esas historias, pero me dice “todo era antes de yo tener
10 años. Por ser pequeña no había mayor detalle político, aunque
era claro que los nazis eran gente malísima y que la reconstrucción
de Rotterdam era algo maravilloso”.1
En el Tolima o en Holanda, la memoria permea las generaciones
a pesar de las barreras impuestas por los guardianes del recuerdo. Lo
curioso es que fue este proyecto lo que me llevó a preguntarles a mis
padres por esos saberes. Este tardío interés resalta algo que algunos
autores ya han señalado en el marco de discusiones académicas: la
transmisión intergeneracional no es automática. Exige momentos,
voluntades, trabajo. Y, al mismo tiempo, negarle su espacio en el
1 Conversación personal, 12 de diciembre de 2016.
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Los saberes de la guerra
debate público es una apuesta baladí porque de ninguna manera esa
negación contendrá los relatos de quienes vivieron eventos críticos.
En su dinamismo, a veces inaprehensible, la memoria abre nuevas
combinaciones lingüísticas, históricas o energéticas que normalizan
o, por el contrario, reinventan la manera en que se estructura el
campo social (Parr, 2012). Asimismo, es claro que los trabajos de
la memoria tienen vaivenes, corrientes visibles e invisibles, apogeos
y ocasos. Por eso vale la pena traer a colación nuevamente el caso
de Rotterdam. Si bien hubo ese silencio institucional durante las
primeras décadas de la posguerra, para los años ochenta la cultura
mnemónica local se reactivaría; y lo haría justamente gracias un
proyecto educativo municipal.
El proyecto se llamó sencillamente Bombardament 14 Mei
1940.2 Consistió en la creación de un paquete educativo para ser
usado durante los últimos años de primaria y los primeros de se-
cundaria, y cubrió simultáneamente a más de 30 000 estudiantes
en la ciudad. En cientos de escuelas, por todo Rotterdam, fueron
distribuidos cartillas, manuales para docentes, tarjetas con tareas,
fotografías, diapositivas y audiocasetes sobre la ciudad de antes,
durante y después del bombardeo. El proyecto era una apuesta por
la comunicación intergeneracional, e incluía como una de las tareas
entrevistar a los abuelos.
Con la conmemoración en el 2015 de los 70 años del fin de la
Segunda Guerra Mundial, el Museo de Rotterdam decidió ofrecer
la experiencia del bombardeo de la ciudad con una exhibición en
multimedia. Porque para la generación actual la historia de la guerra
y sus legados materiales al parecer ya no hablan por sí mismos. Hay
que aplaudir los esfuerzos por acercar a los jóvenes a ese pasado,
mediante las herramientas que la tecnología pueda ofrecer. La es-
pinosa consecuencia es, sin embargo, que el testimonio lentamente
se está volviendo obsoleto. Al “vivir el bombardeo” a través de su
simulacro tecnológico, las memorias personales ya no son necesarias
para mediar los saberes entre las generaciones (Hogervorst, 2015).
Encontrar un equilibrio entre tecnología y viva voz es crucial.
2 Bombardeo del 14 de mayo de 1940.

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