Capítulo III. Crecimiento y auge del secreto. De Eisenhower a Nixon
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El impErio dE la política
caPÍtulo iii
creciMiento y auge del secret o.
de eisenhower a nixon
La incidencia del secreto en la política norteamericana de las últimas cuatro
décadas se ha producido, con intensidad variable, en dos círculos concéntricos.
El primero es el círculo que controla el presidente y abarca su entorno de
colaboradores más cercanos. Su funcionamiento se nutre de la tradición de
condencialidad y reserva que acompaña la toma de decisiones en el seno del
ejecutivo, y cuaja en políticas informativas cuyo sesgo, más o menos proclive
a la apertura, depende del talante personal del presidente. Este primer
círculo del secreto es resistente a la formalización de reglas de conducta.
Sus fundamentos radican en la propia Constitución; más precisamente, en el
reparto de atribuciones entre el presidente y el Congreso, y en las exigencias
que se derivan para el control de los gobernantes de la soberanía de los
gobernados. Las tensiones que se producen en este primer círculo han dado
lugar a los conictos más espectaculares. Allí donde el secreto alcanza su más
denso grado de concentración, las querellas interpoderes suelen resultarle
fatales. El secreto resiste mal el fuego cruzado de la prensa y la investigación
parlamentaria.
El segundo círculo del secreto tiene un diámetro mucho más amplio
y se halla sujeto, desde su implantación, a una dinámica de crecimiento
descontrolado. Su grado de concentración es menor, pues está instalado en
las extensas redes de las burocracias públicas y cubre materias que muchas
veces no afectan a la generalidad de los ciudadanos, por lo que los efectos
que produce aquí el secreto no son tan espectaculares como los del primer
círculo. Los efectos se hacen notar más bien con el paso del tiempo, cuando
la burocratización del secreto acaba por tejer una tupida red de asuntos
reservados cuya racionalidad y volumen son cada vez más inciertos.
Las demandas individuales de apertura apenas conmueven los cimientos
de un sistema que parece haber desarrollado cierta autonomía funcional
para expandirse sin medida. El secreto ha sido, en denitiva, una irradiación
producida por la guerra y sometida a la poderosa fuerza centrífuga de la
seguridad nacional.
el sisteMa clasificatorio Media nte órdenes del ejecutivo
La utilización de órdenes del Ejecutivo (executive orders) para delimitar el
ámbito del secreto, coincide exactamente con el inicio de la Segunda Guerra
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Miguel Revenga Sánchez
Mundial, cuando el presidente Roosevelt implantó el secreto con carácter
general, en el ámbito de las Fuerzas Armadas, para cubrir todo lo relativo a
planes militares, mapas, fotografías, documentos e informes. La supervisión
del sistema fue encomendada a una Ocina de Información sobre la Guerra,
creada en 1941, y cuyo funcionamiento mientras duró la contienda se
caracterizó, al parecer, por el espíritu de cooperación que logró generar entre
los informadores.1
El pragmatismo exible y la informalidad habían sido, al decir de
Halperin, las características del control de la información durante la historia
norteamericana.2 Hasta la Segunda Guerra Mundial, el número de funcionarios
con acceso a información comprometida no era muy grande, ni era difícil
someter a control el tipo de información generada desde las instancias
ociales. Lo que produjo la necesidad de normalizar el sistema de secreto,
burocratizándolo, fue el propio crecimiento del poder ejecutivo. El tipo de
control «cara a cara» dejó de ser posible y, mucho menos, a partir del momento
en que el concepto de seguridad nacional adquirió unas connotaciones que
transformaron la necesidad de secreto cualitativa y cuantitativamente.
De hecho, el desbordamiento del secreto desde el ámbito militar, para
convertirse en un mecanismo rutinario de control burocrático, se produjo al
amparo de la Declaración de Emergencia Nacional proclamada por Truman
en 1950 con motivo de la guerra de Corea. La orden del Ejecutivo n.º 10. 290,
rmada por el presidente el 24 de septiembre de 1951, contiene ya las líneas
maestras de un sistema que, con sucesivas variantes, ha perdurado hasta
nuestros días.
La orden de Truman aduce «la necesidad de proteger la seguridad
nacional de Estados Unidos [...] mediante la salvaguarda de información
cuya distribución no autorizada pueda dañar, comprometer o amenazar
de algún modo la seguridad de la nación [...]», e invoca «la autoridad
depositada en mí por la Constitución y los estatutos como presidente de
Estados Unidos».3 Sus características básicas pueden resumirse en la creación
de cuatro categorías de información clasicada en orden descendiente de
trascendencia para la seguridad (top secret, secret, condential y restricted), y
en la delegación de la capacidad de clasicar en los directores de todos y
cada uno de los Departamentos y organismos del poder ejecutivo, a los que
se autoriza, a su vez, para subdelegar el uso del sello clasicatorio bajo su
exclusiva responsabilidad.4 La regulación de Truman llama la atención por
1 William C. Phillips, «The Government’s Classication System», en N. Dorsen y S. Gillers,
None of Your Business. Government Secrecy in America (Nueva York, The Viking Press, 1974),
pp. 61 y ss.
2 Morton Halperin y Daniel Hoffman, Top Secret, National Security and the Right to Know
(Washington, New Republic Books, 1977), p. 26.
3 Executive Order 10.290, en Code of Federal Regulations. Title 3 — The President, 1949-1953
Compilation, pp. 789 y ss.
4 Executive Order 10.290, cap. III, 24: «The ultimate responsibility for the safe-guarding of
classifíed security information within an agency shall remain with and rest upon the head
of agency, but the head of an agency may delegate the performance of any or all the
functions charged to him [...]. »
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lo extenso de la delegación practicada y por la falta de cualquier previsión
para revisar las decisiones clasicatorias con el transcurso del tiempo. Ambas
cosas suscitaron ya entonces críticas en la prensa y en sectores aislados del
Congreso.5 Los propios redactores de la orden debieron ser conscientes de
que se dejaban demasiados cabos sueltos en manos de los funcionarios, pues
la orden advierte que «para evitar los excesos clasicatorios y la consiguiente
depreciación de la importancia de la información rectamente clasicada [...]
se procurará adscribir la información a la categoría más baja de clasicación
que resulte compatible con su adecuada protección».6
El paso de los años parece haber demostrado que la llamada a la prudencia
realizada en la originaria orden clasicatoria tenía sobrado fundamento.
El exceso de celo clasicatorio, la degradación de las distintas categorías
utilizadas, y la puesta en entredicho del conjunto del sistema, han sido una
constante que las sucesivas órdenes en la materia no han sido capaces de
atajar.
Una vez abierta la senda, las órdenes del Ejecutivo sobre clasicación de
información son casi tantas como presidentes. Las de más duradera inuencia
han sido, sin duda, las dictadas por Eisenhower en 1953 y por Reagan en 1982.
Bajo las presidencias de Kennedy, Nixon y Carter, también se introdujeron
modicaciones en el sistema clasicatorio de considerable alcance.
La incesante reforma de los mecanismos protectores del secreto en el ámbito
del poder ejecutivo es la mejor prueba del defectuoso funcionamiento del
sistema. Cada una de las tentativas pretendió sacar provecho, corrigiéndolas,
de las prácticas producidas bajo la que le precedía, pero ninguna de ellas
resolvió los problemas de fondo atisbados ya en la orden de Truman y
agravados con el paso de los años.
Una de las principales limitaciones procede quizá del soporte legal que
sustenta el sistema clasicatorio. Las executive orders cuentan con una sólida
tradición que se remonta a la presidencia de George Washington.7 Su ecacia,
conforme a dicha tradición, quedaba circunscrita al ámbito interno del
Ejecutivo, por lo que su numeración y publicación general no se produjo
hasta que el Congreso lo exigió mediante la Federal Register Act, de 1935,
como reacción al uso creciente de las órdenes por parte de Roosevelt.8 El
New Deal acrecentó, en efecto, la importancia de este instrumento normativo,
y en la Segunda Guerra Mundial la autoridad presidencial fue suciente
para desencadenar, mediante orden del Ejecutivo, el connamiento masivo
de ciudadanos japoneses residentes en Estados Unidos por razones de
5 W. C. Phillips, «The Government Classication System», cit., p. 63.
6 Executive Order 10.290, cap. IV, 25 (b).
7 Véase Grover S. Williams, Executive Orders: a Brief History of Their Use and the President’s
Power to Issue Them (Washington, Congressional Research Service, 1974), p. 2.
8 Entre 1933 y 1945, Franklin D. Roosevelt emitió un total de 3.723 Executive Orders, una
cifra no alcanzada, ni de lejos, por quienes han ocupado la presidencia desde la posguerra;
Grover S. Williams, Executive Orders, cit., p. 24.
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