I. El caso de la mujer descuartizada y otros orígenes - La defensa nunca descansa - Libros y Revistas - VLEX 1028512395

I. El caso de la mujer descuartizada y otros orígenes

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ÍNDICE
I.
EL CASO DE LA MUJER DESCUARTIZADA
Y OTROS ORÍGENES
1. Orígenes
Recientemente, en Omaha, un copiloto llamado Andy Crane explicaba cuál
era su trabajo a una persona que acababa de conocer.
—Piloto un Learjet para F. Lee Bailey —dijo—. Supongo que sabe usted quién
es, ¿no?
Su interlocutor reflexionó un momento, antes de asentir:
—Sí —repuso—. F. Lee Bailey. ¿No era uno de los Siete de Chicago?
Yo me declaro inocente. Aunque reco nozco que aquel sujeto sabía que yo
tenía algo que ver con los criminales, prefiero pensar que se confundió de rebelde.
La especialización en derecho criminal ha hecho de mí un rebelde de profe-
sión; nuestro si stema jurídico requiere que los def ensores sean lobos solitar ios.
¡Guay, del pobre acusado cuando n o es así! En las facultades de Derecho, los profe-
sores dicen a sus alumnos que tenemos el más impecable sistema jurídico criminal
del mundo. Nuestros maestros y dirigentes lo han estado diciendo hasta la saciedad
durante años y la mayoría del público así lo cree. Yo trato mucho con el público.
Estoy acostumbrado a ver entrar en mi bufete a personas indignadas, asustadas y
llenas de consternación, que me dicen: «Se me acusa injustamente de esto, de a que-
llo y de lo de más allá. Estoy dispuesto a pagarle un buen anticipo, y me gustaría
saber cuánto tardarán en absolverme.» Yo digo a estas personas que se pa san dema-
siado tiempo leyendo los periódicos y viendo los programas de Perry Mason, y que
yo no soy un mago, sino un abogado. Y suelo añadir más o menos esto: «Supongo
que usted considera que su inocencia constituye uno de los factores decisivos para
el probable resultado de este caso, ¿verdad?» La respuesta es afirmativa invariable-
mente. Y entonces yo debo explicarles que la in ocencia no es, ni mucho menos,
garantía de un veredicto favorable, sino que, a medida que se muevan los engra na-
jes de la justicia, la inocencia tendrá cada vez menor importancia.
Por esto, el abogado defensor tiene que ser un lobo solitario, capaz de fustigar
al sistema para hacer que funcione. «Un letrado que actúe como defen sor en un
litigio, es como un luchador profesional a sueldo —dij e en una ocasión a un perio-
dista—. La palabra que más se aproxima a su definición exacta es «renegado». Por
esta razón , casi todos los buenos abogados de lo criminal son personajes solitarios.
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FRANCIS LEE BAILEY
Hace cien años, camin aban por las calles polvorienta s, a rmados con un par de
pistolas, disparando a diestro y siniestro. Esto ya pasó. Ahora las costumbres son
más refina das.»
El propósito de este libro es el de hablar al lector de mis calles polvorientas,
por lo que reduciré los datos biogr áficos a un mínimo. En el momento de escribir
estas líneas acabo de cumplir treinta y siete años... me gusta considerarme entre los
treinta y siete y los setenta y siete años. Nací el 10 de junio de 1933 en Waltham
(Massachusetts), donde mi padre se dedicaba a la publicidad, aunque se veía obliga-
do a trabajar para la WPA(1), y mi ma dre dirigía una guardería infa ntil. Estoy casado
con mi exsecretaria, que es una rubia atractiva hasta límites fuera de lo razonable,
pero también inteligente, que se llama Froma, per o a la que todos llaman Wicki;
tenemos un hijo, Sco tt F rederic, que ahora tiene ocho añ os. Poseo una casa en
Marshfield, otra en Massachusetts, y me gusta mucho volar.
¿Qué más pued o decir de mí? La «F» que antecede a mi apellido Lee es la
inicial de Fran cis, y con esto lo dejaremos. Me gusta contar chistes, soy zurdo, había
jugado al hockey y nunca me tomo unas vacaciones, pues me aburro sin hacer nada.
Mi firma jurídica, Bailey, Alch y Gillis tiene su sede en Bos ton, pero cuenta con
filiales en casi todos los estados de la Unión. Prefiero los casos que me permitan
cobrar cuantiosos honorarios y que constituyan un reto para mi profesión (a mbas
cosas, a ser posible). Mis casos favoritos son los que más s e salgan de lo común...
que pe rmitan introducir alguna mejora en el sistema o alterar las leyes. En cuanto
a nuestros honorarios, han oscilado desde cero hasta cerca de un millón de dólares.
(Hace poco enviamos una minuta a un cliente por esta suma, y es posible que a lgún
día incluso la cobremos.) Aproximadamente un treinta por ciento de nuestros asun-
tos terminan en el debe... porque o bien las cosas sobrepasan a los honorarios, o
bien los clientes no tienen dinero. Un caso aparte es uno de nuestros actuales clien-
tes, el capitán Ernest Medina, que recibió setenta y nueve dólares del Gobierno para
pagarse su defensa.
En cuanto al camino que me llevó a vestir la toga... la verdad es que con sidero
su carácter poco ortodoxo como una de las principales razones de mi éxito. Cuando
me gradué en la escuela preparatoria y me admitieron en Harvard, mi ambición
era llegar a ser escritor. Entonces tenía dieciséis a ños y por desgracia —o quizás
tendría que decir por suerte— era completamente alérgico a los estudios académi-
cos. Después de dos años de estudios, me alisté en la Marina y me apunté en los
cursos de vuelo.
Después ocurri eron dos cosas que me hicieron dejar la literatura por el dere-
cho. La primera fue la lectura de E l arte de la abogacía, de Lloyd Paul Stryker, un
eminente a bogado neoyorkino, duran te unas vacaciones de Navidad. Este libr o
considera al abogado defensor como una especie en vías de extinción, y trata de
interesar a los jóvenes en las artes del for o. Consiguió interesarme como ninguno
de los libros que hasta entonces había leído, y aún lo sigo encontrando fascinante.
La segunda experiencia estuvo representada por el cuerpo de Infantería de
Marina de los Estados Unidos, en el que me enganché después de graduarme como
(1) Works Progress Adminis tration (Adminis tración para el Pro greso d el Trab ajo). Organis-
mo dedicado a propor cionar ocupaci ón a los para dos. Funcionó de 1935 hasta 19 43.
(N. del T.)
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LA DEFENSA NUNCA DESCANSA
aviador naval. Yo quería pilotar reactores, y en los Marines el cumplimiento de este
deseo estaba casi asegurado. Me destinaron a una escuadrilla de cazas de Carolina
del Norte, con base en Cherry Point, y como una ocupación secundaria, solicité el
ingreso en la sección jurídica de la unid ad. Se me confirió la graduación de segundo
oficial auxiliar del cuerpo jurídico militar, lo que viene a ser como miembro del
personal de tierra en la aviación. Per o entonces, el primer oficial auxiliar murió al
estrellarse su Sabrejet. Y la esposa del pr imer oficial jurídico amenazó a éste con
dejarlo si seguía volando. Como él quería a su mujer más que a sus alas, procuró
complacerla y como resultado de ello el teniente Baile y se encon tró, de pr onto,
convertido en prime r of icial jurídico. Durante los dos años y medio sigu ientes,
hasta que me licenciaron en 1956, actué unas veces como defen sor, otras como fiscal
y en algunas como juez, en infinidad de casos, que también tuve que estudiar e
investigar. Aunq ue mi labo r se desa rrollaba dentro del marco de los tribunales
militares, también obtuve bastantes con ocimientos prácticos sobre la jurispruden-
cia civil, pues durante la comprobación y el estudio de los procedimientos jurídicos
civiles, en casos en que se hallaban complicados infantes de Marina, trabé amistad
con un abogado local llamad o Harvey Hamilton. Fue el primer maestro que tuve,
y uno de los mejores.
Actué como pasante para Harvey y realicé algunas encuestas para él. Asistí a
la preparación de sus casos antes de celebrarse el juicio, y durante las vistas me
senté a su lado, en la mesa del a bogado defensor. Cuando le manifesté mi deseo de
ejercer la abogacía por mi cuenta, Harvey no solo me dio su aprobación, sino un
consejo que yo considero válido pa ra quienquiera que adopte una decisión seme-
jante: «Tendrás que aprender por ti mismo. En las facultades de Derecho ya no se
forman abogados defensores, y la triste verdad es que cuando te gradúes, tus cono-
cimientos prácticos del arte apenas serán algo más de los que hoy posees. Lo que
debes hacer es trabajar con un a bogado que vaya con frecuencia por los tribunales.
Esto es lo que debes hacer, aunque te cueste dinero. Si es necesario, deja de asistir a
clase, pero procura no perderte una vista.»
En setiembre de 1957, comencé los estudios de Derecho en la Universidad de
Boston. Y el mismo día en que comenzó el curso, abrí las puertas de una oficina
llamada «Servicio de Investigación». Esto me pareció un paso necesario si quería
seguir e l consejo de Harvey... no hubiera ido a ninguna par te si hubiese intentado
ingresar en el bufete de algún abogado de Boston, incluso ofreciéndome a trabaja r
gratis. Resultaba sorprendente, pero era verdad: los abogados de aquella c iudad
apenas si se molestaban en investigar los casos.
Mi servicio de investiga ciones prosperó. El dinero que ganaba me representó
una gran ayuda, y a mplié mis estudios en la facultad: en calidad de investigador,
estudiaba a fondo todos los casos que me presentaban los abogados que se valían
de nuestro servicio. Aprendí a distinguir entre información y pruebas, como no se
aprende en ninguna facultad. Asistí a careos buenos y careos malos, presencié faro-
les que dieron resultado y otros que no lo dieron. La lección más provechosa, de
todas las que aprendí, fue que na da es más importante que una sólida investigación
antes de que se celebre el juicio. Por hábiles que sean los abogados que se ocupen
de un caso, casi siempre ganará el que esté mejor preparado y más capacitado para
presentar las pruebas ante el tribunal. Es por esto que la ofi cina que comenzó como
un pasatiempo, montada por un estudiante de derecho, hoy día sigue funcionando.
Es más: constituye el espinazo de mi práctica en lo criminal.

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