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IV. El estrangulador de Boston

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LA DEFENSA NUNCA DESCANSA
IV.
EL ESTRANGULADOR DE BOSTON
1. «Si el Estrangulador era u n hombre...»
—Si el Estrangulador era un hombre —dijo George Nassar—, o sea el asesino
de todas esas mujeres, ¿le sería posible publicar la historia de sus crímene s y ganar
dinero con ella?
Estábamos en la sa la d e es pera de los presos en el Tribunal Super ior del
condado de Essex, que acababa de acceder a la demanda de Nassar para que conti-
nuase en observación en el Hospital del Estado de Bridgewater. An tes de respon-
der, miré a Nassar, individuo alto y esbelto acusado de asesinato y cuya defensa yo
había as umido.
—¿Cuándo, antes o después de que este hombre ha ya sido juzgado por esos
crímenes?
—Antes —repuso Nassar.
No pude contener una sonrisa.
—Es perfectament e po sible publicar un libro —le dije—, pero yo no se lo
aconsejaría, tengo mis razones para suponer que una confesión en forma de libro se
consideraría completamente voluntaria y totalmente admi sible. También supongo
que proporcion aría a su autor los medios necesarios para terminar en la silla eléc-
trica.
—Le informaré de lo que usted dice —dijo Nassar —. Le prometí a ese tipo,
que está en Bridgewater, que se lo preguntaría a usted. Insiste en que vaya usted a
verle par a hablar con él, pero ya sé que usted es un hombre muy ocupado.
Yo sentía una ligera curiosidad.
—¿Cómo se llama ese sujeto?
—Albert De Salvo —contestó Nassar.
Poco antes de las cuatro de la tar de del 29 de sep tiembre de 196 4 un indi-
viduo alto y de pelo osc uro que vestía una tr inchera marrón hundió un cuchi llo
en la esp alda de l emple ado de una gasolinera llamad o Irvin Hilton en Andover
(Massa chusetts). Hilton cayó de rod illas y se volvió hacia su ata cante, suplicán-
dole que no le matase, pero sus súplicas fueron desoíd as. El hombr e de la trin-
chera sacó una pistol a auto mática del 22 y met ió se is ba las e n el cuerp o de su
víctim a a rrodillad a.
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FRANCIS LEE BAILEY
Cuando el asesino empezó a disparar, entraba en la gasolinera un automóvil
conducido por Mrs. Rita Buote, acompañada de su hija Diane, de 14 años. Estaban a
medio camino entre la calle y el surtidor de gasolina cuando presenciaron el asesi-
nato. Mrs. Buote frenó inmediatamente y tuvo la suficiente sangre fría de echar el
seguro a las puertas del coche. El asesino vio a las dos mujeres y se dirigió hacia su
automóvil. Al encon trar cerrada la puerta del conductor, miró a Mrs. Buote a través
del crista l de la ventanilla, la e ncañonó con la pist ola y oprimió el gatill o. Se
escucharon dos clics. El hombre de la trinchera golpeó la ven tanilla con el puño y
luego, con la misma rapidez que había empezado, el terror cesó. El hombre echó
una ojeada a la calle, se en caminó a un turismo oscuro aparcado cerca de los surti-
dores, subió en él y se alejó a toda velocidad.
Este crimen parecía tan brutal como absurdo. El asesino no se llevó el dinero
de la caja, y la carter a de Hilton seguía en su bolsillo. Las pistas eran escasas, se
limitaban a lo que recordaban Mrs. Buote y su hij a. Después de ver, sin éxito, una
serie de fotos de criminales fichados, Mrs. Buote describió al asesino a un dibujante
de la policía, y al día siguiente se publicó el retrato robot de aquél en todos los
periódicos de la región de Boston. Dos días después del asesina to, un agente de
policí a d e la comisaría de L awrence estab a comparando fo tos de los archivo s
policiales con el retrato robot cuando surgió ante él la cara de un individuo que le
era conocido. Sí, pensó, indudablemente había un gr an parecido entre la foto y el
dibujo. El agente estaba contempla ndo la f oto d e un antigu o con discípulo suyo
llamado George Nassar.
La foto de Nassar no estaba en los archivos de la policía por un delito insigni-
ficante. En 1948, cuando solo tenía 15 años, mató de un tiro al propietario de una
droguería en el curso de un atraco. Por su edad, se le permitió declararse culpable
de asesinato en segundo grado, delito que está penad o con prisión perpetua con la
posibilidad de pedir la libertad bajo palabra al cabo de quince años, en caso de
conducta ejemplar. La inteligencia de Nassar (su cociente intelectual era superior a
150) y su voluntad de rehabilitarse impresionaron a algunos sacerdotes y a otras
personas interesadas por el bienestar de los presos. Con su ayuda, Nassar consiguió
que la Comisión para la Redención de Penas y el gobernador del estado conmutasen
su pena por la de treinta años y un día.
Finalmente, en 1962, Nassar fue puesto en libertad. Aunque no tenía trabajo
cuando Hilton fue asesinado, estaba estudiando ruso y se proponía asistir a las
clases de la Universidad del Nordeste. Había tenido varios empleos, entre los que
se contaban el de reportero periodístico y enfermero en un hospital. Había hecho de
maestro en la escuela dominical y en un par de ocasiones sustituyó en el pulpito a
uno de sus amigos pastores.
Pero ent onces, el parecido de la fotografía de su ficha y e l tosco dibu jo robot
estuvo a punto de terminar con s u libertad. El agente y un inspector de la misma
comisaría creyeron que valía la p ena seguir la pis ta, dado aquel par ecido. El otro
policía era u n sargento llamado Keenan; el mismo que dieciséis años antes había
detenido a George Nassar cuando mató al du eño de la droguería. Lo s dos policí as
se presentaron en casa de Mrs . Buote con una foto de Nassa r, en la que solo se
veían su cabeza y hombros . Tanto Mrs. Buote como su hija lo identificaron «posi-
tivamente», y George Nassar fue detenido en el piso que ocupaba en el South E nd
de Boston.
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LA DEFENSA NUNCA DESCANSA
Cuando fue detenido, Nassar decli nó el ofrecimiento de llamar a un abogado.
No lo necesitaba, dijo, porque él no había hecho nada. Tampoco le importaba que
lo pusieran en tre otras persona s y lo ex hibiesen a las dos testig os del crimen.
Mientras lo llevaban a Lawrence, Na ssar apostó al sargento Keenan que lo soltarían
así que lo hubiesen visto las testigos. Con gr an sorpresa por su parte, madre e hija
dijeron que él era el asesino que las miró a través de la ventanilla de su automóvil.
Esta era la única evidencia que unía a Nassar con el crimen, pero ya fue bastante. Se
le acusó de asesinato en primer grado.
Un trabajador social llama do Francis Touchet, que conoció a Nassar mientras
éste se hallaba en la prisión de Walpole, en Massachusetts, fue quien me pidió que
me encargara de su defensa. Junto con otros ciudadanos de peso, se había propuesto
ayudar a Nassar y quiso que yo me encargase del caso. Por lo poco que yo había
leído sobre el mismo, era evidente que Nassar no se beneficiaría de ninguna pre-
sunción de inocencia, y me alegré de defenderlo.
Apenas había empezado a trabajar en el caso, cuando Nassar me transmitió la
petición del hombre que pretendía ser el Estrangulador de Boston.
—Se le acusa de varios delitos sexuales —me dijo George—. Aún no le han
juzgado porque creen que está loco, pero en mi opinión es un tipo muy listo que
finge perfectamente la locura. Sea como sea, me ha dado algunos argumentos sóli-
dos que demuestran que él es el autor de los estrangulamientos.
—Vamos, Geo rge —le dije—, no irás a decirm e q ue l a h istoria que te ha
contado un chifla do cualquiera en Bridgewater ha conseguido emocionarte ha sta tal
punto.
—No creo que ese tipo sea un chiflado —repuso Nassar—. He hablado mucho
con él, y me ha dicho a lgunas cosas sobre los estrangulamientos que serían muy
difíciles de inventar. Si un día va usted a Bridgewater, quizá valiese la pena verle.
—¿De veras tú crees que ese tipo no miente?
—Sí, lo creo —repuso Nassar.
Media hora después yo almorzaba con el doctor Ames Robey, jefe del depar-
tamento de psiquiatría de Bridgewater. Cuando le pregunté si conocía a un preso
llamado De Salvo, s e echó a reír.
—Conozco muy bien a Albert —me contestó—. Si creyese una décima pa rte
de lo que dice, es el hombre con el impulso sexual más potente en toda la historia
de los Estados Unidos. Pero me temo que casi todo es fantasía.
—¿Cree usted que ese individuo pueda ser un homicida?
—Yo no creo a Albert capaz de matar a nadie, ni aunque de ello dependiese la
vida de su madre. Pero ahora que usted lo dice, recuerdo que insis te en que quiere
verle. Yo no le he dicho nada porque tenemos a muchos presos que también dicen
que quieren verle, y sé que usted no tiene tiempo de venir a Bridgewater para
ocuparse de casos sin importancia.
Cuando cosa de una semana después telefoneó a mi bufete Joseph De Salvo
para decirme que su h ermano Alber t, internad o en Bridgewater, deseaba verme,
dije que la próxima vez que fuese por allí lo visitaría. Dado que necesitaba algunas

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