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II. La exculpación de Sam Sheppard

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LA DEFENSA NUNCA DESCANSA
II.
LA EXCULPACION DE SAM SHEPPARD
1. El doctor Sam
Así como la muerte a tiros de Stanford White fue el crimen de comienzos de
siglo, el asesinato de la linda Marylin Reese Sheppard, bárbaramente golpeada la
mañana del 4 de julio de 1954, cuando estaba e ncinta, fue el crimen de la década de
los 50. Más de diez años después, el caso Sheppard sirvió de inspiración para la
popular serie televisiva de El fugitivo. Con la notable diferencia de que el doctor
Richard Kimble, héroe de El fugitivo, estaba en libertad; mientra s el doctor Samuel
Sheppard, cumplió diez años de condena que ningún tribunal podía ya devolverle.
La importancia del caso no vino solo a raíz del asesinato sino también del
proceso subsiguiente. La descripción más ajustad a del caso es ésta extraída de una
opinión judicial disconforme escrita por James Finley Bell, a la sazón juez en el
Tribunal Supremo de Ohio, que aprobó la condena de Sam en 195 6: « Misterio y
crimen, sociedad, sexo y suspense se combinaron de tal manera en este caso, que
llegaron a intrigar y prender la fantasía del público hasta un grado quizá sin prece-
dentes en los anales contemporáneos. Durante las investigaciones preliminares, las
ulteriores escaramuzas legales y las nueve sema nas que duró el juicio, los directo-
res de periódico s, d eseosos de aumentar sus tiradas , d ieron pasto al insaciable
interés del público americano por lo sensacionalista. E n la sala donde se celebró la
vista se instalaron asientos especiales para reporteros y periodistas que representa-
ban a la prensa l ocal y a las principales agencias de información. Se habilitaron
salas especiales en el edificio de la Audiencia para los servicios de radio y televi-
sión. En esta atmósfera de «festividades romanas» para la prensa, radio y televi-
sión, Sam Sheppard vio su vida puesta en la s balanzas d e la justicia.»
Conocí a Sheppard el 18 de noviembre de 1961, dos días después del primer
aniversario de mi ingreso en la Asociación de Abogados. Estábamos en la sala de
visitas de una cárcel de Marión, en el Estado de Ohio; Sheppard, hombre alto y bien
parecido, de cabello gris cortado a cepillo y con porte de comandante de regimien -
to, ya había pasado más de siete años en prisión por un crimen que no cometió.
Desde nues tro primer apretón de manos, creí en su inocencia. Tardó más de cinco
años en obtener las dos cosas que más ansiaba: libertad y reivindicación .
Los antecedentes de este crimen e inocencia condenada eran tan norteamer ica-
nos como el p ropio Sam Sheppard. Hijo de un cirujano osteópata, Sam se hab ía
criado en una calle bordeada de árboles de Cleveland Heights, en Ohio. Durante
sus estudios secundario s, fue elegido presidente de la clase y primer atleta de su
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FRANCIS LEE BAILEY
curso. Estudió en la Universidad Western Reserve, en la Escuela Osteopática de
Médicos y Cirujanos de Los Ángeles, y fue interno en la sala de neurocirugía del
Hospital del Condado de Los Ángeles. En 1951 volvió a su población natal, donde
ejerció la medicina y empezó a prosperar. En 1954, cuando tenía treinta años, sus
ingresos ascendían a 30.000 dólares anuales. Abrió consultorio en Cleveland y tra-
bajó con sus dos hermanos mayores y su padre en la Clínica Sheppard, instala da en
Fairview Park. También estaba al frente de la sala de neurocirugía en el Hospital de
Bay View, de Bay Village, propiedad de la familia, fundado en 1948 por su padre, el
doctor Richard A. Sheppard.
La aureola de bienestar social y material que rodeaba a Sheppard explica en
parte la animosidad con que el público lo trató durante su detención y juicio. Era el
típico hijo de papá que se había encontrado la viña plantada. Casado con su novia
de los años mozos , Sam tenía de ella un hijo de siete años; poseía una ca sa con
cuatro dormitorios, en medio de bosques y con una pequeña playa particular en el
lago Erie; dos coches, un Lincoln Continental y un Jaguar; y una lancha de algo más
de cuatro metros, con motor fuera borda, que poseía a medias con Spencer Houk,
amigo y vecino que, durante algunas épocas del año, era alca lde de Bay Village.
En vera no de 1 954, Sam llevaba nueve años casado con Marylin. En aparien-
cia, aquel ma trimonio era dichoso. En su círculo familiar más íntimo, lo s jóvenes
esposos incluían a los padres y hermanos de Sam con las esposas y los hijos de
aquéllos. Aproximadamente un mes a ntes del horrible suceso los padres de Sam
dieron una cena familiar especialmente agradable, durante la cual Marylin anunció
que estaba nuevamente embarazada.
A Sam le gustaba su trabajo y seguía interesándose por los deportes. Entre sus
mejores amigos se contaba Otto Graham, en aquel tiempo interior de los «Cleveland
Browns», un equipo local. Sam y Marylin practicaban el esquí acuático y jugaban al
tenis y al golf. Participaban también en la vida de l a comunidad, Marylin intervenía
activamente en las actividades de su parroquia y pertenecía al Club Femenino de
Bay Villag e; Sam, además era cir ujano de la policía local. Asistían a cenas, a bailes
y par ticipaban plenamente en una vida social señalada por las reuniones con ami-
gos como Spencer Houk y su esposa Esther, y Don Ahern con Nancy, su mujer, una
joven pareja que también vivía en las inmediaciones.
Pero no todo era de color de rosa. También había problema s. El nacimiento de
su hijo Chip, que fue extraordinar iamente doloroso, dejó a Marylin traumatizada. Y
el temor a quedar nuevamente embarazada subsis tió durante varios años, hasta e l
punto de suprimir casi totalmente sus impulsos sexuales. En 1951, poco después de
que los Sheppard se instalaran en la región de Cleveland, Sam inició una aventura
con Susan Hayes , una pizpireta morena de veintiún años, que trabajaba como técni-
co médico en el Hospital de Bay View. Sus relaciones continuaron hasta el invier no
de 1943, cuando Susan se trasladó a California. Sam volvió a verla en marzo de
1954, con ocasión de un viaje que hizo con Marylin a Lon Ángeles . Mientras su
mujer permanecía en un rancho, Sam pasó cuatro o cinco noches con Susan, en la
casa de unos amigos.
Como Sam declaró más tarde, sus relaciones con Susan eran « un arreglo pura-
mente físico de convenien cia». Afirmó que era una cuestión de necesidad, no de
amor. Según decía Sam, su mujer estaba enterada de la situación, y aunque no le
hacía ninguna gracia, adoptó una actitud tolerante. «Marylin conocía estas relacio-
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LA DEFENSA NUNCA DESCANSA
nes, pero comprendía por qué ha bían surgido y reconocía su necesidad», escribió
Sam en su libro Soporta y Triunfa. «Mira, me dijo ella una vez, desde que puedo
andar sé que mi padre tenía una amiga, pero esa mujer ha estado más cerca de mi
corazón que mi madrastra. Gracias a esto, Marylin comprendía mejor nuestra pro-
pia situación.»
Sam afirmó que amaba a Marylin, y que nunca cruzó por su mente la idea del
divorcio. En la primavera de 1954, Marylin ya había conseguido vencer sus inhibi-
ciones sexuales, y, por lo que a Sam se refiere, sus relaciones con Susan Hayes
terminaron en marzo. Pero un «alma caritativa», amiga de su marido, alarmó a
Marylin con una falsa his toria, según la cual Sam quería tramitar el divorcio. Hasta
tres semanas antes del asesinato los Sheppard no consiguieron acla rar la s ituación.
Después de eso, escribió Sam, su vida a dquirió «un nuevo matiz». Se sumergieron
en la buena vida, en su hijo Chip y en la felicidad recobrada. «Nos sorprendía ver
lo muy enamorados que e stábamos», dijo Sam.
El 3 de julio por la tarde, los Sheppard fueron a casa de Don Ahern y Nancy,
a tomar un cóctel. Sam salió antes de lo previsto pues le llamaron desde Bay View
para que viese a un mucha cho herido en accidente de autom óvil. Del hospital
regresó directamente a su casa, donde estaban invitados a cenar los Ahern y sus dos
hijos. Cenaron primero los chicos, luego lo hicieron los mayores en el pórtico que
dominaba el lago. Ahern llevó sus niños a casa para acostarlos y volvió a la de los
Sheppard, donde se puso a escuchar un part ido d e béi sbol por la r adio, en un
ángulo de la habitación, mien tras las dos mujeres veían una película por televisión.
Sam se sentó cerca del tel evisor, repartien do su atención entre la películ a y el
partido. Marylin estuvo un rato sentada en sus rodillas, rodeándole el cuello con
los brazos; Nancy hizo que Don dejase de escuchar el partido, para sentarse con ella
en su butaca. Más tarde, Sam se trasladó a un diván, en el que se tendió para ver la
televisión quedándose d ormido. Estas cosas son muy normales entre amigos ínti-
mos.
Alrededor de las doce y media de la n oche, los Ahern se fueron. Nancy dijo
más tarde que vio cómo Marylin cerraba con llave la puerta que daba al lago, pero
no la vio echar el cerrojo a la puerta de la carretera. Sam recordaba vagamente que
Marylin trató de despertarlo para decirle que subía a acostarse. El volvió a adormi-
larse en el diván.
Es imposible saber con exactitud el tiempo transcurrido, pero Sam se despabi-
ló al oír los gemidos de Marylin que l lamaba con voz desgarradora. Su reacción
inmediata fue pensar que le habían dado convulsiones como las que sufrió dur ante
su primer embarazo. Medio despierto, s ubió precipitadamen te la escalera, tenue-
mente iluminada por la luz del vestíbulo. Repetiría docenas de veces lo que ocurrió
en los instantes siguientes, sin variar los detalles esenciales .
Cuand o entró en el d ormitori o, oyó gemir a Marylin y vi o una «form a
blanca» o a lguien co n «ropa s blancas » de pie jun to a su cama. No p odía dec ir si
era un ho mbre o una m ujer. D espués l e golpea ron en el cogote. C uando al cabo
de un tiempo recu peró el conocimien to, se encontró de cara a la pue rta de la
habitac ión. Sentado en el sue lo, v io bri llar a su lado la placa de la policía, que
siempre lleva ba en su cartera. Cuando se agachó para tomarla, exper imentó un
agudo d olor en el cuel lo. Entonce s se acercó a la ca ma donde Ma rylin yacía
bañada e n s angre. La miró y le tom ó el pulso. Su visión e ra borros a, pero le

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