Explicando lo monstruoso: ¿innato o adquirido? - Tránsitos nostálgicos: Habitando las posibilidades de lo trans y su vinculación errática con lo monstruoso - Libros y Revistas - VLEX 934594043

Explicando lo monstruoso: ¿innato o adquirido?

AutorCatherine Bermejo Camacho
Páginas61-158
EXPLICANDO LO MONSTRUOSO: ¿INNATO
O ADQUIRIDO?
A manera de preámbulo
El travestismo, la inversión de los roles de género o las experiencias de vida
trans han sido contenidas en el pecado-crimen de la sodomía para el
periodo colonial, y en el dictamen patológico de la homosexualidad a partir
del siglo XIX y durante todo el siglo XX (como será estudiado en este
capítulo). Que estas categorías hayan sido configuradas desde allí no quiere
decir que carezcan de sus propias especificidades, tampoco quiere decir que
los vasos comunicantes hagan la unión sin tensiones, o que el amor por el
propio sexo no pueda relacionarse con el deseo de habitar el cuerpo en sus
múltiples posibilidades.
Sin embargo, para alcanzar las particularidades propias del travestismo,
bautizado así bajo la pluma del médico y sexólogo alemán Magnus
Hirschfeld (1868-1935), o de la transexualidad, término acuñado por el
endocrinólogo Harry Benjamin (1885-1986), y podernos acercar a las
profundas violencias que dichas categorías han ejercido —aun habiendo
emergido en el panorama con intenciones reivindicativas—, habrá que
pensar ese vínculo problemático que desde los griegos hasta nosotros ha
conectado la pasividad, la feminización masculina o la masculinización
femenina con el hecho de amar al propio sexo. Si bien hoy podríamos
entender la feminidad y la masculinidad como ficciones políticas, es
innegable que esas mismas ficciones aún condicionan y gobiernan nuestras
prácticas.
En Europa, el paso de la sodomía a la homosexualidad decimonónica se
da en el marco de lo que el pensamiento ilustrado ya había dejado instalado:
la sustitución de la sinrazón por la ciencia. Y, aunque la historia de nuestro
territorio es particular con relación a la traducción y al lugar de enunciar los
saberes de la Ilustración, como de forma estimulante lo ha mostrado el
filósofo Santiago Castro-Gómez para el periodo neogranadino,1 con los
posteriores procesos de independencia en lugar de una renuncia a las
prácticas coloniales, se acentuaron muchas de ellas con la estrategia de
recurrir a la ciencia como sistema de legitimación de verdades. El caso de
Martina Parra —con el que cierro el capítulo anterior—, en donde la
evaluación del “crimen” de hermafroditismo y sodomía la hacen los
médicos y en el que vemos que la jurisdicción de la sexualidad pasa de
manos de la Iglesia y de la Corona a la ciencia, nos muestra cómo en 1803
el Virreinato de la Nueva Granada se encontraba en un tránsito complejo, en
un desplazamiento ilustrado sobre las nuevas formas de producir sus
discursos a propósito del cuerpo.
Aquella salida de la minoría de edad a la que nos exhortaba Kant en su
texto ¿Qué es la Ilustración? (1774), que se materializaría en nuestras
luchas independentistas, se hacía con complejidades particulares. Servirse
del “propio entendimiento” era a la vez enfrentarse al del otro, para
apropiárselo y resignificarlo. El vertiginoso siglo XIX, en la dependencia y
con la independencia, fue un siglo que dio el pistoletazo para que la ciencia
encontrara un trono momentáneo con relación a la sexualidad. Si bien las
reflexiones de la ciencia —medicina, psicología, psiquiatría y sexología—
sacaron del orden del pecado y de la criminalidad a las sexualidades
disidentes para instalarlas en el orden de la enfermedad y de la anomalía,
tanto los códigos penales de otros países como los colombianos tuvieron un
dramático acaecer de ires y venires con relación al castigo de dichas
manifestaciones.
Si en el periodo colonial se condenaban las relaciones homoeróticas
como un crimen que atentaba contra Dios y contra los Reyes Católicos, es
decir, la condena estaba en el marco de la íntima relación que existía entre
el pecado y la ley, para las primeras décadas del periodo republicano, y ya
con una nueva protagonista en el panorama —la ciencia con sus discursos
sobre el cuerpo—, se establecía un continuum médico jurídico (Foucault,
1999, p. 30) que traía consigo otras complejidades. En Colombia, con la
secularización del discurso judicial, se dejó de hablar paulatinamente de
sodomía y se empezó a hablar de homosexualidad,2 pero esa nueva
“enfermedad” siguió vistiéndose en forma de crimen, por lo menos hasta la
década de 1980, en la que, por fin, se despenalizó la homosexualidad en
nuestro país. El devenir de los discursos científicos en Colombia no fue tan
tajante en su separación de lo religioso: desaparecía el pecador, pero el
criminal seguía siendo culpado por una conducta moralmente inaceptable.
Además, hubo un doble carácter con relación a las leyes: mientras que en
las teorías científicas las disidencias sexuales entraban en el orden de lo
patológico, en la práctica la redacción de las leyes que culpaban al
homosexual se hacía sirviéndose de la categoría, pero ignorando la
definición que de ella hacía la “ciencia”.
Dicha definición que quiso explicar eso que antes del siglo XIX era tan
solo “el Amor que no se atreve a pronunciar su nombre”3 nació en
Alemania bajo la pluma de Karl María Kertbeny, que no era médico ni
psiquiatra ni mucho menos sexólogo, pero que, en dos panfletos publicados
de forma anónima en la prensa, decidió lanzarse a una definición tanto de la
homosexualidad como de la heterosexualidad, de las cuales los discursos
científicos tomarían la tutela. El caso de Alemania como territorio de
enunciación de esas categorías es significativo para cualquier investigación
que emprenda una genealogía de los discursos sobre el cuerpo y sus
rebeldías, y de la forma como la desobediencia — que podría ser un camino
particular hacia aquella “salida de la minoría de edad”— se convierte en
una forma de monstruosidad.
El recibimiento de esas primeras categorías (travesti, homosexual,
heterosexual) tendrá en Colombia su característica forma de apropiación y
la monstruosidad, entonces, irá de la ficcionalización a su mito:
Una ficción se convierte en mito, en el sentido más general y común de la palabra,
cuando se repite, se memoriza, cuando se convierte en parte del patrimonio cultural
de un grupo determinado (en el conjunto o en el seno de una sociedad, en una tribu

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