Rebeldes: al cielo por las armas - Rebeldes, Románticos y Profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano - Libros y Revistas - VLEX 845385475

Rebeldes: al cielo por las armas

AutorIván Garzón Vallejo
Cargo del AutorDoctor en Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina
Páginas63-101
—Me pregunto si alguna vez se llega a saber la historia con mayúsculas
—me interrumpe María—. O si en ella no hay tanta o más invención que
en las novelas. Por ejemplo, eso de lo que hablábamos. Se han dicho
tantas cosas sobre los curas revolucionarios, sobre la infiltración marxista
en la Iglesia… Y, sin embargo, a nadie se le ocurre una explicación más
simple.
—¿Cuál es?
—La desesperación y la cólera que puede dar codearse día y noche con
el hambre y con la enfermedad, la sensación de impotencia frente a tanta
injusticia —dijo Mayta, siempre con delicadeza, y la monja advirtió que
apenas movía los labios—. Sobre todo, darse cuenta que los que pueden
hacer algo no harán nunca nada. Los políticos, los ricos, los que tienen la
sartén por el mango, los que mandan.
Mario Vargas Llosa (2006, pp. 86-87)
Camilo Torres, llamado por su biógrafo “el cura guerrillero”, es un
caso llamativo, una rareza en un país que ha alumbrado miles de
sotanas. “El ‘Che’ de los cristianos”, le dicen algunos. Pero no fue el
único. Un exmiembro del ELN cuenta que “no pocos sacerdotes,
monjas y obispos empezaron a exaltar las armas como el destino
obligado de la juventud católica que acudía a buscar consejo para
afrontar la vida en esos tiempos. El fervor de la izquierda militante
se medía por su adscripción a la guerra” (Valencia, 2007, p. 74).
A los protagonistas de este capítulo los llamo rebeldes porque
consideraron que no estaban dadas las condiciones para luchar por
la justicia social en el marco de la Iglesia a la que pertenecían y de
la sociedad que pastoreaban. Buscaron, por el contrario, un atajo,
una vía expresa hacia el paraíso terrenal. Creían —con la misma
convicción con la que profesaban su fe en Jesucristo—, que la lucha
armada sería el camino hacia una utopía de igualdad, amor y
liberación. Sentían, como el buen Pastor, que tal propósito podía
reclamar incluso el sacrificio de la propia vida. Al fin y al cabo, los
esperaría la eternidad si morían consumiéndose de amor por los
pobres, los oprimidos y los marginados.
Bien pronto los rebeldes se encontraron con una sociedad que los
veía con perplejidad y un marco institucional que cuestionaba su
progresiva radicalización, pues todo cuanto estuviera inclinado hacia
la izquierda se consideraba entonces “comunista”, y por ello los
reprendía y llamaba al orden —nunca mejor dicho—. Sin embargo,
mantuvieron la mística, disciplina y entrega incondicional, y pusieron
al servicio de la nueva causa las mismas categorías morales e
intelectuales con las que habían vivido antes de colgar la sotana.
Aunque aquellos que tomaron un fusil evidenciaron desde el vamos
que no estaban preparados para una vida con los rigores de la vida
en el monte —lo cual trajo consigo que tuvieran que soportar los
señalamientos y la discriminación de los camaradas mejor
adaptados—, le ofrecieron a sus compañeros de lucha algo que
ningún otro combatiente podía ofrecer: una bendición de su causa
que consistía en concebirla no solo como una necesidad terrenal,
sino como un mandato celestial. En una sociedad clerical como la
colombiana, en la que más del 90 % de la población era católica, tal
bendición no solo era poderosa, sino además persuasiva y
legitimadora.
Por supuesto, aunque no está demás decirlo, no fue un fenómeno
exclusivo de la Iglesia. Desde la creación del Frente Nacional,
numerosos sectores radicalizados creyeron que para transformar la
situación no existía vía distinta a la lucha armada. Y aunque solo
una minoría se vinculó a ella, a finales de la década del sesenta esta
convicción es compartida por una parte considerable de la opinión
(Pécaut, 2015).
Un protagonista de la época contaba que “a partir de 1959 el fervor
revolucionario fue en aumento en toda la América Latina y Colombia
no fue una excepción. En las universidades, fábricas y talleres y en
muchas zonas campesinas, se empezó a hablar de la revolución y
de la toma del poder, no ya como una quimera lejana, ni como una
utopía, sino como un hecho que además de necesario era posible
realizarlo ahora y aquí […]. Las consignas de ‘abstención’ y ‘lucha
armada’ se convirtieron en el cuerpo de doctrina de algunas
organizaciones para las cuales todo lo demás era ‘revisionismo’ y
claudicación” (Arenas, 2009, p. 17), y así como en el hemisferio
derecho de la sociedad la palabra “comunista” representaba todos
los males, en el hemisferio izquierdo se impuso la palabra
“mamerto” como símbolo de descalificación inapelable. Nada muy
diferente de lo que ocurre hoy.
Rebeldes no fueron solamente los que empuñaron un fusil: Camilo
Torres, Manuel Pérez, Domingo Laín, José Antonio Jiménez,
Bernardo López y Carmelo Gracia. Compañeros de ruta suyos
fueron quienes, con igual compromiso y radicalismo, le pusieron
fuego a su pluma o avivaron la llama insurgente con su predicación,
ya sea porque al fustigar el orden vigente decían que no había
salida distinta a la lucha armada o bien porque elogiaban
abiertamente la revolución. Los Sacerdotes para América Latina
(conocidos por sus iniciales, SAL), Orlando Fals Borda y Germán
Guzmán Campos se cuentan entre ellos.
CAM ILO Y LA GUERRILLA
DE LAS SOTA NA S
Camilo Torres es el rebelde por excelencia, pues, como él, un
puñado de sacerdotes, siguiendo su estela, decidieron apoyar la
lucha armada como soldados de la causa revolucionaria. Pero
también ante él se definen las otras dos categorías de
responsabilidad: los románticos ven en él al ejemplo de entrega y
sacrificio por una causa y para los profetas, Camilo fue su punto de
inflexión, la muestra viva de que la opción por la violencia no era

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