El nihilismo-origen y destino - Modernidad, nihilismo y utopía - Libros y Revistas - VLEX 857239845

El nihilismo-origen y destino

AutorRubén Jaramillo Vélez
Cargo del AutorEstudió Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes de Bogotá y Filosofía, Sociología e Historia en la Universidad Libre de Berlín
Páginas23-58
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EL NIHILISMO-ORIGEN Y DESTINO1
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Condenó el cristianismo y todos los comportamientos, principios,
valoraciones, que tenían que ver de algún modo con el cristia-
nismo. Todo pensamiento religioso o filosófico que buscara otro
mundo verdadero tras el mundo real y rebajara con ello la vida a
la dimensión de la apariencia, lo no verdadero y efímero; las virtu-
des cristianas: compasión, amor al prójimo, preocupación por los
débiles: en el terreno político las ideas de igualdad y hermandad,
la democracia, el socialismo. ¿Pero es que la nueva Alemania no
era justamente un hecho político real que cada día tomaba menos
en serio a la fe cristiana? ¿No se orientaba totalmente hacia lo te-
rrenal, hacia la ciencia, el éxito, la ganancia material y el poder?
¿Y no era justamente esto lo que Nietzsche le reprobaba?
Escribió contra los románticos, los abrumados, los que sabían
demasiado, cuya historia espiritual era una historia clínica; y no
le agradaba Alemania, porque ya no podía presentarse a través
de esos “tipos” sino más bien por medio de generales de salud
1 Publicado en Revista Universidad de Antioquia, N.° 262, Universidad de Antio-
quia, Medellín, octubre-diciembre de 2000, págs. 9-26.
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robusta y directores de fábrica. Escribió contra la “profundidad
alemana” y les reprochaba a los alemanes, sin embargo, que no
hubiesen producido más pensadores profundos. ¿Qué quería?
¡Ah!, él no sabía lo que quería. Pero no fue consecuente y no po-
día serlo. Lo que le reprochaba a los otros lo llevaba en sí mismo,
de otra manera no hubiese podido escribir tan bien sobre ello.
Donde faltaba, donde en lugar de esteticismo mórbido aparecía
laboriosidad pulcra, allí se asqueaba.
Enaltecía lo que no poseía. La despiadada fuerza vital del
príncipe renacentista, del oficial prusiano, de la “bestia rubia”,
del superhombre. Y porque no poseía aquello, tampoco escribió
bien sobre eso, que queda como la página penosa de su actividad
de escritor. “Telarañas enfermas” llamaba a la filosofías del pasa-
do, solo que el más enfermo era él mismo. Enfermo de soledad,
enfermo como enemigo de su tiempo y envenenado físicamente
desde su juventud. Nadie ha sufrido más que este profeta de un
alegre esplendor del poder; nadie requirió finalmente más del
cristiano amor al prójimo que este enemigo del cristianismo. Por
ello no se debe tomar nunca literalmente su enseñanza, ni la po-
sitiva y menos la negativa. Su obra es un proceso viviente que se
va perfeccionando, no una sala de conferencias de la cual uno se
puede marchar con algo sólido en la mano.
Nietzsche no refutó la democracia ni el socialismo. Tampoco
refutó el cristianismo como poder histórico civilizador. Creer que
la humanidad occidental se ha perdido durante dos mil años y solo
ahora vuelve a encontrarse significa una valoración irrazonable del
momento y la propia persona. Nietzsche no poseía ningún sentido
de la mesura, tampoco en sus mejores tiempos. Fue castigado por
ello gravemente, por la utilización que se hizo de sus obras.
Vivía —o existía— aún por la época en que las damas de la
alta burguesía alemana que posaban de librepensadoras salían a
pasear con su Zarathustra bajo el brazo, como una Biblia de reem-
plazo. Le siguieron toda clase de tertulia de sectarios, de literatos
engreídos y poetas; también para ellos fue la obra de Nietzsche lo
que sirvió de escalera sobre la cual, bien arrogantemente erguidos
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sobre las ordinarias masas populares, pudieron escalar sus torres
de profetas. Finalmente apareció un gran criminal que se apoderó
de Alemania en los años treinta y se tuvo por el “Superhombre”
glorificado por Nietzsche; sus consejeros literarios encontraron en
la obra de Nietzsche una cantera… Esas cosas habrían sucedido
de todos modos sin Nietzsche, no le debemos echar a él la culpa.
Pero que se lo pueda relacionar con ellas es un asunto grave. Cas-
tigo para él, castigo por no haber pesado sus palabras, no haberse
preguntado por interpretaciones posibles. Él, el conocedor de
hombres, el despreciador, debería haber contado con el público
tal y como es, no con dioses.
No resolvió nada. Que fuera el más profundo odiador de
esa tendencia del “nuevo alemán” que más tarde encontró en el
nacional-socialismo su más repugnante expresión y que simultá-
neamente se lo pudiese relacionar como su precursor culpable,
esto muestra cuan poco le fue dado resolver. Era destino en él,
no resolución, no verdad… Nietzsche, un genio arrogante, no
tuvo en el fondo la pretensión de predecir el futuro como algo
inevitable. Esto lo hicieron sus epígonos del siglo XX que con
torpes manos hicieron de sus obras un arsenal. Él solo registró
la crisis como un sismógrafo que señala un terremoto y sufre
por ello sin saber a dónde conducirá. Los gritos de alegría que
produjo sobre ella eran como el silbido del niño en la oscuridad.
También como crítico de la Alemania imperial fue injusto y des-
medido, como en casi todo lo que escribió. El meollo del asunto
solo lo conocía él y nadie más por entonces. Por ello la soledad,
que lo asfixiaba. Sigue siendo una casualidad memorable en la
historia alemana que su colapso tuviera lugar justo en el mismo
año en el cual ascendió al trono Guillermo II. Cuyo carácter ha-
bía reconocido aquel ya desde hacía un buen tiempo, sin que lo
conociera personalmente, como un ingrediente del nuevo ale-
mán en general: lo espectacular y simulador, ávido de aplauso,
presumido, envanecido por las sensaciones, vacuo. En las car-
tas que Nietzsche repartió entre sus conocidos en los primero
días de su locura dice que ha convocado un congreso de prínci-
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