2018: Acordar la paz en Colombia o la cosa misma de la filosofía - La cuestión del ser enemigo. El contexto insoluble de la justicia transicional en Colombia - Libros y Revistas - VLEX 935899588

2018: Acordar la paz en Colombia o la cosa misma de la filosofía

AutorAdolfo Chaparro Amaya
Páginas240-280
2018: ACORDAR LA PAZ EN COLOMBIA
O LA COSA MISMA DE LA FILOSOFÍA1
Después de cinco décadas de conflicto y de cuatro años de negociación con las
guerrillas de las Farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el
gobierno del presidente Juan Manuel Santos firmó un Acuerdo de Paz —en
adelante, el Acuerdo— con la guerrilla más antigua del continente. En lugar de
tramitar el Acuerdo directamente para su implementación, Santos prefirió
someterlo a un referendo popular de aprobación el 2 de octubre de 2016. El
resultado, por un margen mínimo, fue negativo, esto es, que la mayoría de los
votantes decidió que no estaba de acuerdo con el Acuerdo. A pesar del apoyo
internacional, del premio Nobel de Paz otorgado al presidente, de la calidad del
documento y de lo acordado en relación con otros procesos de paz en el
mundo, el triunfo del No en el plebiscito sobre el Acuerdo firmado en La
Habana con las Farc ha dejado entre los colombianos la idea de una paz
imperfecta en su diseño e improbable en su implementación. La reacción del
gobierno ha sido revisar y corregir un alto porcentaje de las observaciones
hechas por los opositores. Aun así, los representantes del No insisten en negar
puntos esenciales del Acuerdo: (i) la justicia transicional para todos los actores
—civiles y armados— del conflicto, (ii) la conexidad puntual del narcotráfico
con el delito político, (iii) las penas alternativas a la cárcel para los líderes
guerrilleros, y (iv) la elegibilidad política inmediata y/o la asignación de curules
para aquellos que estén incursos en delitos de lesa humanidad o crímenes de
guerra.
Se supone que la mayoría ganadora quiere justicia, antes que paz, y que la
única manera de lograrlo es a través del juicio y el encarcelamiento de los
guerrilleros que se considere son los máximos responsables de los distintos
crímenes sistemáticos contra la población civil.
El alcance más profundo del Acuerdo de Paz es que —habida cuenta de la
convicción de las élites, los paramilitares, los partidos de derecha y las fuerzas
del Estado, de que la única manera de derrotar a la enemigo era acabando con
la base social de la guerrilla y promoviendo grupos de autodefensa— los
crímenes sistemáticos de los que se ocuparía la Justicia Especial para la Paz
(JEP) serían también los de los paramilitares, los civiles determinadores y el
ejército. Sin embargo, lo que parecía un horizonte aclarador del universo de las
víctimas ha creado un aluvión de objeciones que impiden siquiera una primera
reconciliación, tan importante a nivel simbólico, entre ellas. Si bien el Estado
logró que la guerrilla dejara las armas, se mantiene la idea que en lugar de un
proceso de paz negociado lo acordado debería redireccionarse como una
especie de rendición de —los altos mandos de— la guerrilla. A pesar de la
cifra escandalosa del despojo y el desplazamiento sufrido por los campesinos,
se hace cada vez más evidente la decisión de apoyar a los despojadores con el
pretexto de la buena fe de “los terceros” que se apropiaron de las tierras
despojadas. Aunque muchos militares y civiles saldrían beneficiados con las
penas de la justicia transicional, se invoca la falta de neutralidad política de los
magistrados de la JEP. No importa cuál sea el daño, se ha ido fraguando una
negativa radical a la judicialización de los políticos, militares, empresarios y
funcionarios acusados de determinar y/o financiar crímenes de lesa
humanidad cometidos por los grupos paramilitares, con la coartada de que se
trata de un acuerdo exclusivo con la guerrilla y/o con el argumento de que la
justicia transicional sustituye injustificadamente la justicia ordinaria y,
finalmente, afecta gravemente la Constitución.
En lugar de contribuir a la transición para acabar la guerra en que ha vivido
el país durante tantos años, pareciera que los colombianos preferimos
permanecer en el estado de excepción que supone una paz incompleta. O sea,
mantener la idea básica de un enemigo de la patria, del Estado, de la riqueza
individual y de la religión, que estaría encarnado en la guerrilla. Ese
procedimiento de abstracción es muy potente para ‘crear’ el enemigo del
pueblo y al pueblo mismo que se identifica por vía negativa contra ese
enemigo. La historia del país después de los años cincuenta parece girar
alrededor de ese fantasma, pero la figura ha cambiado: lo que se definía en
principio como un enemigo político-militar ha mutado hasta convertirse en un
simple criminal. O mejor, el resultado del plebiscito muestra que una mayoría
prefiere ignorar las co-implicaciones políticas de tener un enemigo interno,
para absolutizarlo imaginariamente como un terrorista dispuesto a ejercer
todas las formas de la delincuencia. Igual sucede con la némesis de la guerrilla.
Los paramilitares han demostrado una crueldad, una capacidad de apropiación
de tierras y rentas estatales, una sevicia con la población civil tal que, a pesar de
la desmovilización, se ha entronizado como el enemigo en el imaginario de
otra mayoría de la población. Por definición, el Ejército Nacional debería ser el
enemigo oficial de esos dos enemigos, pero la ecuación, tan atractiva para un
contractualista, deja en entredicho el apoyo diferenciado y complejo de la clase
política, del Estado y de la población civil a las fuerzas en pugna. Por lo que, al
final, volvemos al punto de la necesaria politización de la guerra y de la
pregunta por el enemigo. Esa multiplicación enmarañada de las variables del
conflicto y de la figura de enemigo ha hecho incomprensible nuestra historia
reciente. Para evitar el compromiso de explicar lo inexplicable —por ejemplo,
las alianzas de ejército, políticos y paramilitares o de guerrilla y narcotráfico—
el gobierno decidió despolitizar el proceso concentrando la atención en la
verdad y la reparación de las víctimas, y no tanto en la justicia o en las
formaciones de poder regional que se han consolidado a lo largo de la guerra.
En principio, esa parece ser una vía sensata para desactivar la guerra y
enfocar los recursos y los procedimientos institucionales que demanda el
posconflicto. Pero a medida que se va delineando el confuso panorama
jurídico-político que deriva de la ampliación del universo de las víctimas y los
victimarios, se avizoran varias dificultades por la insistencia de los líderes del
No que ganaron el plebiscito. Una es que se dilate la implementación del
Acuerdo en el Legislativo vía objeción a los recursos presupuestales y a los
instrumentos jurídicos previstos para ello. Otra es que la implementación se
minimice en zonas con proliferación de grupos ilegales deseosos de ocupar los
negocios y los territorios dejados por la guerrilla. Finalmente, la más grave, es
cómo mantener el discurso sobre la paz en medio de la secuela de asesinatos
selectivos de líderes sociales y con el temor que suceda lo mismo —de hecho,
ya está sucediendo— con los guerrilleros desmovilizados. Ya es imposible
convertir los acuerdos en un proceso equivalente a una rendición de la
guerrilla, pero no es imposible que los partidos conservadores y de derecha
logren impedir que se puedan implementar aspectos sustanciales de lo
acordado. El grado de implementación de lo acordado depende en buena parte
del alcance político de la base social que respaldó en las urnas a la oposición.
El apoyo a los líderes del No impide que una mayoría de la población se
deshaga de la imagen de las Farc como el enemigo, dado que mantiene la idea de
que se debería aniquilar, encarcelar, deslegitimar y/o minimizar la acción

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