Las propiedades de la deuda: reciprocidad, precariedad y obligación social en Medellín - Propiedad sobre la tierra en Colombia - Libros y Revistas - VLEX 911541659

Las propiedades de la deuda: reciprocidad, precariedad y obligación social en Medellín

AutorMeghan L. Morris
Páginas147-166
147
CAPÍTULO 6
LAS PROPIEDADES DE LA DEUDA:
RECIPROCIDAD, PRECARIEDAD Y
OBLIGACIÓN SOCIAL EN MEDELLÍN*,**
Meghan L. Morris***
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El rancho de Patricia1 estaba encaramado encima del Valle de Aburrá, en el lugar
más alto de la montaña al que yo había ido, en un barrio llamado Las Lomitas,
uno de los muchos bordes precarios de Medellín. Caminamos montaña arriba du-
rante una hora desde el paradero de buses, en medio del calor, iniciando nuestro
trayecto por una calle pavimentada, luego a través de pequeños callejones apenas
del ancho suficiente para unas escaleras de concreto desmoronadas y después por
calles sin pavimentar usando la rocosa ladera de la montaña para asegurar nues-
tros pasos. Saludamos a dos obreros de construcción que trabajaban para la ciudad
extendiendo la vía pavimentada. “En un año la terminaremos”, dijo uno de ellos,
al tiempo que nosotras dos continuábamos nuestro camino, sudando en medio
del sol de mediodía. “¡Eso sería maravilloso!”, resopló Patricia al pasar por allí.
* Para citar este capítulo: http://dx.doi.org/10.15425/2017.400
** Traducido al español por Jorge González Jácome.
*** Este capítulo está basado en quince meses de trabajo de campo etnográfico realizado en Medellín
entre el 2013 y el 2015. Estoy agradecida con muchas personas que me invitaron a sus casas, oficinas
y barrios y compartieron sus procesos e ideas conmigo durante este tiempo. Aunque no las nom-
bro acá para proteger su identidad, esta investigación no hubiera sido posible sin ellas y su apoyo.
Agradezco a Helena Alviar García y Tatiana Alfonso, al igual que a otros autores que aparecen en
este volumen, por las conversaciones que me ayudaron a construir los argumentos de este capítulo.
También agradezco a Nate Ela, Andrea Ford y Jeremy Siegman por sus comentarios y sugerencias,
los cuales contribuyeron a mejorar el artículo y su argumento. Doy gracias a mis colegas de Dejus-
ticia y de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, donde estuve afiliada durante mi
investigación, por los muchos años de colaboración productiva. Distintas etapas de investigación y
escritura para el proyecto en el que este capítulo está basado fueron financiadas por el Social Science
Research Council; la Wenner-Gren Foundation; la Inter-American Foundation; el Center for Latin
American Studies, Department of Anthropology y Pozen Family Center for Human Rights de la
Universidad de Chicago; la American Bar Foundation y la National Science Foundation bajo Grant
n.º -1655497.
1 A lo largo del capítulo he cambiado los nombres y los detalles de identidad de los individuos, al
igual que algunos lugares, para proteger la anonimidad.
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Las casas alrededor del paradero estaban construidas, principalmente, con
bloques de concreto o ladrillos rojos. Tal como ocurre en buena parte de las co-
munas de Medellín que se encuentran en los bordes y laderas de la ciudad, a me-
dida que subíamos se veía que más casas eran construidas con tablas de madera
y, posteriormente, con una combinación de tablas y toldos plásticos. Buena parte
de estas estaban adornadas con plantas bien cuidadas: arbustos ornamentales al-
rededor de ellas, o plantas más pequeñas en recipientes que colgaban de los te-
chos de hojas de zinc, sostenidos por ladrillos para que el viento no se los llevara.
Entre más alto subíamos, había más construcciones: trabajos en la misma calle,
pero también en nuevos ranchos, y veíamos personas usando carretillas para lle-
var gravilla y arena de un lugar a otro para construir los cimientos. Patricia se de-
tuvo varias veces en nuestra caminata para asegurarse de que yo supiera el tipo de
casa a la que íbamos antes de llegar a ella. “Me da pena […] mi casa es un ranchito
de tabla”, dijo. Le aseguré que no me importaba, pero ella no pudo dejar de pre-
ocuparse por llevar a una invitada extranjera a un rancho.
Cuando llegamos, la hija adolescente de Patricia estaba viendo televisión. La
televisión estaba en un lado de la casa, que era una sola habitación grande con las
áreas de dormir y de cocinar separadas por cortinas. Las paredes internas estaban
cubiertas de cajas de cartón y de bolsas cocidas para protegerse del viento y de la
lluvia que frecuentemente azotaban la ladera de la montaña. Patricia y su hija se
sentaron en una de las camas y me invitaron a sentarme en la otra. El reguetón
de la casa de al lado se escuchaba a un volumen estruendoso y la hija de Patricia
le subió el volumen a la televisión para tratar de neutralizar el sonido de la mú-
sica. Patricia me había contado que ella y otros vecinos habían tratado de hacer
una petición y recoger firmas para que le bajaran el volumen al reguetón, pero, en
respuesta, el vecino les preguntó “que si queríamos meternos en problemas”. “Así
que nos amenazaron”, dijo ella, y abandonaron la idea de la petición.
Patricia había llegado al barrio hacía trece años. Su primer esposo había
muerto unos años después. Luego se había casado con su esposo actual y vivido
con él en una zona rural de Antioquia. “Pero llegó la violencia”, dijo, y los for-
zaron a irse. Habían llegado a Medellín sin nada. Su esposo era un buen hombre,
resaltó ella —no tomaba mucho y trabajaba todos los días en la ciudad vendien-
do fruta para llevar el pan a la mesa.
Patricia contó que cuando llegaron a Las Lomitas compraron el lote por qui-
nientos mil pesos. Juntaron el dinero entre los dos: ella vendía empanadas y su
esposo vendió una máquina. Habían pagado poco a poco, “con intereses”, resaltó.
Se lo compraron a un señor del barrio que tenía un lote más grande que había
dividido en lotes pequeños. “Algunas personas todavía están en deuda con él”,

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