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La invención del reconocimiento de la beligerancia y su primera puesta en práctica

AutorVíctor Guerrero Apráez
Páginas37-76
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La invención del reconocimiento
de la beligerancia y su primera
puesta en práctica
El advenimiento de la Revolución francesa y su continuación, traicionada
o necesaria, mediante las ex itosas campañas militares napoleónicas fueron
el decisivo corte histórico que colocó a Europa, durante un cuarto de siglo,
en la situación de mayor trastorno conocida en su historia. Todo ese movi-
miento no solo proporcionó el acta de defunción al ilumi nado siglo XVIII y
la inauguración de la centuria de las revoluciones, sino que también puso n
al Ancien régime del derecho divino de los reyes al guil lotinar a un monarca
y convertir la democracia en una exigencia, aboliendo la esclavitud, su mien-
do a Europa en la guerra contra de esa radical novedad política y desata ndo
el terror revolucionario para la salvación virtuosa de la salud nacional. La
hondura, extensión e irreversibilidad de las t ransformaciones desencadena-
das durante esta cesura histórica fueron las condiciones necesarias para el
surgimiento de una primera estruc tura interestatal de carácter propiamente
europea, cuya concepción obedeció a la imperativa urgencia, tanto milita r
como política y no menos diplomática, de poner n al poderío napoleónico
que había quebrantado las fronteras, depuesto monarcas, aniquilado tradi-
ciones y suscitado el levantamiento insurreccional en las élites burgues as y
nacionales en el interior del Viejo Continente y allende el Atlánt ico.
La Santa Alianza como primer sistema colectivo europeo
de defensa contra la revolución
El proceso de conformación de la Santa Alianza , promovido por los empe-
radores de Rusia y Austria, el rey de Prusia —naturales defensores del statu
quo— y el monarca de Inglaterra —sometido al parlamento, a diferencia
de sus congéneres, pero a su turno originado su estatuto en la gloriosa re-
volución de 1688—, surgió de la extrema necesidad de defender su propia
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El reconocimiento de la b eligerancia
supervivencia y la de sus al iados junto con sus respectivas zonas de inuencia.
En una acompasada dinámica de requerim ientos militares y formulaciones
políticas acordes con ellas, los monarcas y sus jefes diplomáticos se dieron a la
ímproba tarea de coordinar sus acciones bélicas con sus respectivos intereses
y tradiciones, que, por su variedad y contradicciones internas, maniestas
o latentes, no solo diferían sino que en ocasiones se encontraban en mortal
oposición. Al lado de un régimen absolutista como el ruso, encabezado por
un emperador profundamente imbuido en una visión religiosa, se encontraba
su homólogo austriaco, quien encarnaba la tradición del Sacro Imperio Ro-
mano Germánico, mientras que el monarca prusiano lideraba una potencia
militar que provenía, en un principio, de minúsculo territorio dinástico, y
el sistema británico, por su parte, era una monarquía parlamentar ia dotada
de una determinante Cámara de los Comunes y una intensa conciencia de
su condición insular y su proyección como potencia marítima difícilmente
conciliable con las urgencias de sus aliados. El bloque continental europeo
se enfrentaba además a un nuevo actor de considerable peso demográco y
económico: los nacientes Estados Unidos, cuyo ideal republicano, antimonár-
quico y férreamente asido al principio de libertad de los mares tenía que ser
ineluctablemente tenido en cuenta. Durante su proceso de independización
de la metrópoli inglesa, la confrontación bélica entre esta y las trece colonias
rebeldes, exhibió, por su condición de extraterritorialidad tras atlántica en el
ámbito de una espacialidad asimismo tr anscontinental, una serie de rasgos
que la distinguieron radica lmente de todas las precedentes revueltas acaeci-
das en los siglos anteriores.
Las autoridades inglesas impusieron un tratamiento bélico a los insur-
gentes de las trece colonias, que mediante el intercambio de prisioneros, la
imposición de bloqueos marítimos, la celebración de armisticios y la consi-
deración de las embarcaciones enemigas insurrectas como presas, de hecho
descartaron la imposición de un régimen punit ivo propio de la piratería y la
traición a aquellos levantados en contra suya, quienes bajo unas condiciones
diferentes habrían recibido el tratamiento deparado a traidores o piratas. En un
claro distanciam iento histórico de la forma como los reinos español y francés
habían conducido sus campañas de sometimiento y rendición de las revueltas
insurreccionales de los holandeses y hugonotes a nales delXVI y comienzos
del XVII, donde la equivalencia entre el rebelde y hereje, así como la perfecta
igualdad entre el insurrecto y el t raidor, constituyó una práctica sobreentendi-
da, con la consecuente imposición de ajusticiamientos en masa sobre quienes
habían roto el pacto de sometimiento frente al soberano, la Corona británica
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restringió su relación bélica a los términos de un enfrentam iento militar tal
cual. Esto llevó a historiadores y juri stas a encontrar en este episodio el origen
del otorgamiento de derechos de beligerancia o la extensión de derechos de
guerra a los insubordinados, quienes en un enfrentamiento armado crucial
se jugaban su propia existencia frente a un régimen monárquico cuya pre-
eminencia se encontraba en peligro y que se había considerado siempre, de
manera inveteradamente natural y en vir tud del derecho divino de los reyes,
habilitado para imponer las más severas y cueles medidas. En cuanto este
enfrentamiento acontecía en un complejo entramado de legitimidades y pre-
tensiones recíprocas en mutua competencia por asignarse su propia validez,
resultaba perfectamente coherente la extrema importancia concedida a las
nominaciones simbólicas empleadas en su tramitación. La lógica dominante
durante cerca de un milenio sobre la guerra santa y la just a guerra había cons-
truido de hecho lo que podría denominarse una ciert a episteme bélica, bajo
cuyos postulados se construyó una radic al y absoluta asimetría tanto moral
como legal, y no menos material, entre los adversarios enfrentados1.
En el caso de las guerras civ iles religiosas en Francia, monarcas como
Catalina de Médicis y los reyes de la dinastía Valois, que gobernaron bajo
la tutela de aquella, desde Carlos X hasta Enrique III, cua ndo debieron en-
frentar las revueltas de los disidentes y rebeldes hugonotes que se sucedie-
ron en al menos siete estallidos armados dispersos a lo largo de la seg unda
mitad del sigloXVI, tanto ellos como sus ministros, consejeros y confesores
no experimentaban la menor duda acerca de la legitimidad y justicación
de los principios legales y morales que habilitaban el asesinato de quienes
conjuntaban en su conducta y persona la triple condición de herejes, trai-
dores y piratas. En igual sentido, cuando el monarca español Felipe II inició
el sometimiento por las armas de sus súbitos de los Países Bajos, que se ha-
bían sublevado en su contra por motivos de hondas discrepancias religiosas
o confesionales —debido a su profesado protestantismo en sus varias co-
rrientes (arministas, antinomistas, calvinistas, anabaptistas, menonitas)—,
su aniquilación y el ajusticiamiento de sus líderes no eran en el fondo otra
cosa que un atributo real soberano, cuyo ejercicio no precisaba siquiera de
justicación; el ajusticiamiento de Egmont fue una medida legal ordinar ia,
1 Entre la inmensa bibliograf ía sobre la Guerra Sant a siguen siendo referentes nece sarios los
siguientes tex tos: Carl Schm itt, El Nomos de l a Tierra: el Jus Publicum Europaeum (Madrid: Cent ro
de Estudios Const itucionales, 1979) y Michae l Walzer, “Exodus 32 and the eory of Holy War:
e History of a Citat ion”, Harvard eological Review 60, n.º 1 (1968) : 1-14.

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